viernes, 26 de agosto de 2016


Arturo Pérez-Reverte
HOMBRE BUENOS
Barcelona, 2015, Penguin Random House.


“Por la ventana de la alcoba, con sólo levantar los ojos, el bibliotecario alcanza a ver el convento de las Trinitarias, que está al extremo de la calle. Y no hay ocasión en que mire por esa ventana, concluye, que no se sienta inundado de melancolía. La rancia, deprimida e inculta nación que tanto necesita ideas que ilustren su futuro resume buena parte de sus dolencias endémicas tras aquellos muros de ladrillo. Miguel de Cervantes, el hombre que más gloria dio a las letras hispanas y universales, yace ahí mismo, en una fosa común. Sus huesos vueltos al polvo se perdieron con el tiempo. Murió pobre, abandonado de casi todos, arrojado al olvido por sus contemporáneos tras una vida desdichada, sin apenas gozar del éxito de su libro inmortal. Lo trajeron desde su modesta casa, a dos manzanas de aquí, en la esquina de la calle de Francos con la del León, sin acompañamiento ni pompa alguna, y fue enterrado en un rincón oscuro del que no se guardó memoria. Ninguneado por sus contemporáneos y sólo reivindicado más tarde, cuando en el extranjero ya devoraban y reimprimían su Quijote, ni siquiera una placa o una inscripción recuerdan hoy su nombre. Fueron sólo el tiempo, la sagacidad y la devoción de hombres justos —y extranjeros— los que le dieron, al fin, la gloria que sus compatriotas le negaron en vida y a la que todavía, en buena parte, la España cerril de toros, sainetes y majeza permanece indiferente. Triste símbolo, aquellos anónimos muros de ladrillo, de toda una nación inculta dormida entre los escombros de su pasado, suicidamente satisfecha y prisionera de sí misma. Amarga lección póstuma, esa tumba olvidada. La de aquel hombre bueno, soldado en Lepanto, cautivo en Argel, de vida desgraciada, que alumbró la novela más genial e innovadora de todos los tiempos.” (pp. 71-72)

“Detuve el coche en una venta, para tomar café mientras escampaba un poco, y permanecí sentado bajo el porche, consultando el mapa y las notas de mi cuaderno mientras consideraba que hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la vida: visitar lugares leídos en libros y proyectar en ellos, enriqueciéndolos con esa memoria lectora, las historias reales o imaginadas, los personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron. Ciudades, hoteles, paisajes, adquieren un carácter singular cuando alguien se acerca a ellos con lecturas previas en la cabeza. Cambia mucho las cosas, en tal sentido, recorrer la Mancha con el Quijote en las manos, visitar Palermo habiendo leído El Gatopardo, pasear por Buenos Aires con Borges o Bioy Casares en el recuerdo, o caminar por Hisarlik sabiendo que allí hubo una ciudad llamada Troya, y que los zapatos del viajero llevan el mismo polvo por el que Aquiles arrastró el cadáver de Héctor atado a su carro.
    Pero eso no ocurre sólo con libros ya escritos, sino también con libros por escribir, cuando es el propio viajero quien puebla los lugares con su imaginación. Eso me ocurre con frecuencia, pues pertenezco a la clase de escritor que suele situar las escenas de sus novelas en sitios reales. Pocas sensaciones conozco tan agradables como caminar por ellos con maneras de cazador y el zurrón abierto mientras una historia fragua en tu cabeza; entrar en un edificio, caminar por una calle y decidir: este sitio me conviene, lo meto en mi historia. Imaginar a los personajes moviéndose por el mismo lugar, sentados donde estás, mirando lo que miras. Comparada con el acto de escribir, esa fase previa es aún más excitante y fértil, hasta el extremo de que ciertos momentos de la escritura, su materialización en tinta, papel o pantalla de ordenador, pueden presentarse luego como acto burocrático y hasta ingrato. Nada es parecido al impulso de inocencia original, el principio, la génesis primera de una novela cuando el escritor se acerca a la historia por contar como a alguien de quien acabara de enamorarse.” (pp. 150-151)