Benjamín Labatut
UN VERDOR TERRIBLE (I)
Barcelona, 2020, Anagrama.
UN VERDOR TERRIBLE (I)
Barcelona, 2020, Anagrama.
“Una ola de suicidios arrasó Alemania en los meses finales de la guerra. Solo en abril de 1945, tres mil ochocientas personas se mataron en Berlín. Los habitantes del pequeño pueblo de Demmin, ubicado al norte de la capital, a unas tres horas de distancia, cayeron en un pánico colectivo cuando las tropas alemanas en retirada dinamitaron los puentes que conectaban el pueblo con el resto del país, quedando atrapados por los tres ríos que cercaban aquella península, indefensos ante la crueldad del Ejército Rojo. Cientos de hombres, mujeres y niños se quitaron la vida en tan solo tres días. Familias completas entraron caminando a las aguas del Tollense amarradas con una cuerda alrededor de sus cinturas, como si fuesen a jugar un espantoso tira y afloja, con los niños más pequeños cargando rocas en sus mochilas de colegio. El caos llegó a tal punto que las tropas rusas —que hasta ese momento se habían dedicado a saquear las casas del pueblo, quemar los edificios y violar a las mujeres— recibieron órdenes de contener la epidemia de suicidios; en tres ocasiones distintas tuvieron que rescatar a una mujer que intentaba colgarse de una de las ramas del gigantesco roble que crecía en su jardín, entre cuyas raíces ya había enterrado a sus tres hijos, luego de haber espolvoreado sus galletitas —un último deleite— con veneno para ratas; la mujer sobrevivió, pero los soldados no pudieron evitar que una niña se desangrara después de abrir sus venas con la misma navaja que había usado para cortar las muñecas de sus padres. Ese mismo deseo de muerte se apoderó de la plana mayor del nazismo: cincuenta y tres generales del ejército, catorce de la fuerza aérea y once de la marina se suicidaron, además del ministro de Educación Bernhard Rust, el ministro de Justicia Otto Thierack, el mariscal de campo Walter Model, el Zorro del Desierto, Erwin Rommel, y, por supuesto, el mismísimo Führer. Otros, como Herman Göring, dudaron y fueron capturados con vida, aunque solo lograron posponer lo inevitable. Cuando los doctores lo declararon apto para el juicio, Göring fue juzgado por el tribunal de Núremberg y condenado a morir en la horca. Pidió ser fusilado: no quería morir como un criminal común y corriente. Cuando supo que iban a negarle su último deseo, se mató mordiendo una ampolla de cianuro que había escondido en un frasco de pomada para el pelo, al lado del cual dejó una nota donde explicaba que había elegido darse muerte por su propia mano, «como el gran Aníbal».” (pp. 13-14)
“El primer ataque con gas de la historia arrasó a las tropas francesas atrincheradas cerca del pequeño pueblo de Ypres, en Bélgica. Al despertar en la madrugada del jueves 22 de abril de 1915, los soldados vieron una enorme nube verdosa que reptaba hacia ellos por la Tierra de Nadie. Dos veces más alta que un hombre y tan densa como la niebla invernal, se estiraba de un lado a otro del horizonte, a lo largo de seis kilómetros. A su paso las hojas de los árboles se marchitaban, las aves caían muertas desde el cielo y el pasto se teñía de un color metálico enfermizo. Un aroma similar a piña y lavandina cosquilleó las gargantas de los soldados cuando el gas reaccionó con la mucosa de sus pulmones, formando ácido clorhídrico. A medida que la nube se empozaba en las trincheras, cientos de hombres se desplomaron convulsionando, ahogándose en sus propias flemas, con mocos amarillos burbujeando en su boca, su piel azulada por la falta de oxígeno.
(...)
El hombre que había planificado el ataque con gas en Ypres era el creador de esa nueva forma de hacer la guerra, el químico Fritz Haber. De raíces judías, Haber era un verdadero genio, y tal vez la única persona en ese campo de batalla capaz de comprender las complejas reacciones moleculares que volvieron negra la piel de los mil quinientos soldados muertos en Ypres. El éxito de su misión le valió un ascenso al rango de capitán, una promoción a la jefatura de la sección de Química del Ministerio de Guerra y una cena con el mismísimo káiser Guillermo II. Pero al volver a Berlín Haber fue confrontado por su esposa. Clara Immerwahr —la primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana— no solo había visto el efecto del gas sobre animales en el laboratorio, sino que había estado muy cerca de perder a su marido, cuando el viento cambió de súbito en una de las pruebas de campo. El gas sopló directo hacia la colina desde la cual Haber, montado sobre su caballo, dirigía a sus tropas. Fritz se salvó de milagro, pero uno de sus ayudantes no pudo escapar de la nube tóxica; Clara lo vio morir en el suelo, retorciéndose como si hubiera sido invadido por un ejército de hormigas hambrientas. Cuando Haber regresó victorioso de la masacre de Ypres, Clara lo acusó de haber pervertido la ciencia al crear un método para exterminar humanos a escala industrial, pero Fritz la ignoró por completo: para él, la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infligirla. Aprovechó su permiso de dos días para invitar a todos sus amigos a una fiesta que duró hasta la madrugada, al final de la cual su mujer bajó al jardín, se quitó los zapatos y se disparó en el pecho con el revólver de servicio de su marido. Murió desangrada en los brazos de su hijo de trece años, quien corrió escaleras abajo al escuchar el balazo.” (pp. 30-33)
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El hombre que había planificado el ataque con gas en Ypres era el creador de esa nueva forma de hacer la guerra, el químico Fritz Haber. De raíces judías, Haber era un verdadero genio, y tal vez la única persona en ese campo de batalla capaz de comprender las complejas reacciones moleculares que volvieron negra la piel de los mil quinientos soldados muertos en Ypres. El éxito de su misión le valió un ascenso al rango de capitán, una promoción a la jefatura de la sección de Química del Ministerio de Guerra y una cena con el mismísimo káiser Guillermo II. Pero al volver a Berlín Haber fue confrontado por su esposa. Clara Immerwahr —la primera mujer en recibir un doctorado en química de una universidad alemana— no solo había visto el efecto del gas sobre animales en el laboratorio, sino que había estado muy cerca de perder a su marido, cuando el viento cambió de súbito en una de las pruebas de campo. El gas sopló directo hacia la colina desde la cual Haber, montado sobre su caballo, dirigía a sus tropas. Fritz se salvó de milagro, pero uno de sus ayudantes no pudo escapar de la nube tóxica; Clara lo vio morir en el suelo, retorciéndose como si hubiera sido invadido por un ejército de hormigas hambrientas. Cuando Haber regresó victorioso de la masacre de Ypres, Clara lo acusó de haber pervertido la ciencia al crear un método para exterminar humanos a escala industrial, pero Fritz la ignoró por completo: para él, la guerra era la guerra y la muerte era la muerte, fuera cual fuera el medio de infligirla. Aprovechó su permiso de dos días para invitar a todos sus amigos a una fiesta que duró hasta la madrugada, al final de la cual su mujer bajó al jardín, se quitó los zapatos y se disparó en el pecho con el revólver de servicio de su marido. Murió desangrada en los brazos de su hijo de trece años, quien corrió escaleras abajo al escuchar el balazo.” (pp. 30-33)