miércoles, 11 de mayo de 2016

Cesare Pavese
EL DIABLO SOBRE LAS COLINAS
Estella, 1982, Salvat Editores.



“En los bancos del jardín de la estación, bajo la escasa sombra de aquellos arbolillos, dormían a boca abierta dos mendigos. Descamisados, cabellos y barba revueltos, parecían gitanos. Los urinarios se hallaban cerca y, aunque la noche supiera a fresco de verano, reinaba en aquel lugar un tufo fuerte que se resentía de un largo día caluroso, sol, movimiento y barullo de sudor, de asfalto derretido, de multitud sin paz. Por la noche, en aquellos bancos -flaco oasis en el corazón de Turín-, suelen sentarse mujeres, solitarios, vendedores ambulantes, despistados, y se aburren, esperan, envejecen. ¿Qué es lo que esperan? Pieretto decía que algo grande: el hundimiento de la ciudad, el Apocalipsis. A veces una tormenta de verano los barría de allí y lavaba toda clase de huellas.” (p. 15)

“La noche antes habíamos dado vueltas y más vueltas por el pueblo, por la plaza, animados por el vino y por el fresco; saludábamos y reíamos con la gente; habíamos oído cantar. Había un grupo de jóvenes que gritaba y llamaban a Oreste; el párroco, que paseaba a la sombra de las casas, y no nos perdía de vista. Palabras y bromas cambiadas bajo las estrellas, sin ver bien las caras, con una mujer, con un viejo, con alguno de nosotros, y que me produjeron una extraña alegría, un sentido festivo e irresponsable que los asaltos del viento tibio, el parpadeo de las estrellas y las luces lejanas prolongaban hasta el porvenir, a la vida entera. Los niños en la plaza se perseguían ensordecedores. Habíamos hecho proyectos, nombrado los pueblos diseminados por los alrededores, hablado de los vinos que había que beber, de los placeres que nos esperaban, de la vendimia.” (p. 67)