lunes, 14 de octubre de 2024

Ottessa Moshfegh
McGLUE
Barcelona, 2024, Alfaguara.
 


“No miento, me sentía bien allí sentado en el banco al lado de mi madre, con su mano encima de la mía, mirando al coro cantar. Sobre el altar, un hombre de madera colgaba sangrando mágicamente, con la cabeza inclinada y la cara dolida, aunque no infeliz. Aquel era Dios, me dijeron. Pero yo sabía que no era Dios. Tenía la sensación, como cuando estaba solo de noche en el camino, de que había algo observándome, algo esperando a que titubease, algo escondido entre las sombras esperando a abalanzarse. Eso era Dios. Y mientras me dormía veía cómo movía las estrellas por la ventana, lo sentía escuchar mis pensamientos. Intentaba ser cuidadoso con lo que decía cuando era niño, pero era inútil. Pensaba en el hombre muerto que había visto una vez, al que había atropellado un carruaje y pateado un caballo, con las tripas al aire, la cabeza sangrando en un charco, la pierna torcida hacia atrás de una manera imposible, la mano aplastada. Me imaginaba lo que sentía y al principio me emocionaba pensar en eso y luego me asustaba. El miedo era Dios. Eso lo sabía.” (p. 99)