sábado, 7 de noviembre de 2015

Friedrich Dürrenmatt
LA MUERTE DE LA PITIA
Barcelona, 1990, Tusquets.


“¿Habrá aún historias posibles, historias para escritores? Si no quiere uno referirse a sí mismo, generalizar romántica y líricamente el propio Yo, si no se siente uno impulsado a hablar con total verosimilitud de las propias esperanzas y fracasos, ni de cómo hacer el amor con las mujeres -como si la verosimilitud trasladara todo esto a la esfera de lo general y no a la de los clínico o psicológico, en el mejor de los casos; si no se quiere hacer esto, sino que se opta más bien por un discreto repliegue destinado a salvaguardar cortésmente la vida privada, situándose frente al tema como un escultor frente a su material, para trabajarlo y desarrollarse en él, y tratando, como una especie de clásico, de no desesperarse en seguida -aunque sea casi imposible negar el absurdo puro y simple que campea por doquier-, escribir será entonces una operación más ardua y solitaria, y también más absurda. Una buena nota no interesa en la historia de la literatura (¿quién no ha sacado alguna vez buenas notas? ¿cuántos disparates no se han premiado ya?); las exigencias del día son más importantes. Pero también aquí se plantean un dilema y una situación de mercado desfavorable. Mero entretenimiento ofrece ya la vida, el cine de noche, poesía, el suplemento de los periódicos; por algo más -algo que socialmente esté por encima de un franco- se exige alma, confesiones y hasta verosimilitud, hay que suministrar valores superiores, reflexiones morales, sentencias útiles, algo ha de ser superado o afirmado, ya sea el cristianismo o la desesperación en boga: literatura, en resumidas cuentas.” (pp. 29-30) 

[La cita pertenece al relato La avería. Una historia aún posible, de 1955.]

“Con naturalidad. Los trece hombres de la Secretaría Política disponían de un poder monstruoso. Decidían sobre la suerte del gigantesco Imperio, mandaban al exilio, la cárcel o la muerte a innumerables personas, interferían en la vida de millones de individuos, hacían surgir industrias de la nada, desplazaban familias y pueblos enteros, hacían construir enormes ciudades, ponían en pie de guerra ejércitos inconmensurables y decidían sobre la guerra y la paz; pero, como su instinto de conservación los obligaba a espiarse unos a otros, sus simpatías o antipatías mutuas influían en sus decisiones mucho más que los conflictos políticos o las circunstancias económicas a las cuales tenían que enfrentarse. El poder, y por ende el temor mutuo, era demasiado grande como para hacer política pura. Y no había forma de imponer la razón.” (p. 88)

“Para el pueblo era un símbolo patriótico, el emblema de la independencia y la grandeza de la patria. Representaba la omnipotencia del Partido, era el sabio y austero padre de la patria, cuyos escritos (que él nunca escribía) eran leídos y memorizados por todos, y al cual hacia referencia cada discurso pronunciado y cada artículo publicado. Sin embargo, la verdad es que nadie lo conocía. Al atribuirle tantas virtudes, lo habían despersonalizado. Al convertirlo en ídolo, le habían expedido un salvoconducto que le permitía todo, y él se permitía todo.” (p. 118) 

[Ambas citas pertenecen al relato La caída, de 1971.]