Luther Blisset
Q
Barcelona, 2003, Random House Mondadori.
“El viento golpea contra las tablas de la puerta como un perro enloquecido. Las velas parecen vacilar también aquí dentro, como si pudieran ser alcanzadas por el gélido soplo del invierno. Así, los recuerdos se entremezclan y tiemblan, recorridos aún por los estremecimientos de aquella rabia: fueron los días de la tempestad. Yacijas, a cuyo lado este catre diríase un lecho principesco; niños flacos y sucios, rostros llenos de dignidad incapaces de un lamento que se henchían de ansias de liberación; siempre en camino, pasando por alquerías, burgos, aldeas. Éramos sembradores diligentes, que prendíamos la chispa de la guerra contra los usurpadores de la gloria de Dios, los opresores de Su pueblo. Vi hoces transformarse en espadas, azadas convertirse en lanzas, y hombres sencillos dejar el arado para trocarse en los más impávidos guerreros. Vi a un pequeño leñador tallar un gran crucifijo y ponerse a la cabeza de las filas de Cristo como el capitán del más invencible de los ejércitos. Vi todo esto y vi a aquellos hombres y a aquellas mujeres unir su fe y hacer de ella una bandera de venganza. El amor animaba los corazones con ese único fuego que nos inflamaba interiormente: éramos libres e iguales en el nombre de Dios y habíamos hendido las montañas, detenido los vientos, dado muerte a todos nuestros tiranos para hacer realidad Su reino de paz y de fraternidad. Podíamos hacerlo, por fin podíamos hacerlo: la vida nos pertenecía.” (p. 108)
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Barcelona, 2003, Random House Mondadori.
“El viento golpea contra las tablas de la puerta como un perro enloquecido. Las velas parecen vacilar también aquí dentro, como si pudieran ser alcanzadas por el gélido soplo del invierno. Así, los recuerdos se entremezclan y tiemblan, recorridos aún por los estremecimientos de aquella rabia: fueron los días de la tempestad. Yacijas, a cuyo lado este catre diríase un lecho principesco; niños flacos y sucios, rostros llenos de dignidad incapaces de un lamento que se henchían de ansias de liberación; siempre en camino, pasando por alquerías, burgos, aldeas. Éramos sembradores diligentes, que prendíamos la chispa de la guerra contra los usurpadores de la gloria de Dios, los opresores de Su pueblo. Vi hoces transformarse en espadas, azadas convertirse en lanzas, y hombres sencillos dejar el arado para trocarse en los más impávidos guerreros. Vi a un pequeño leñador tallar un gran crucifijo y ponerse a la cabeza de las filas de Cristo como el capitán del más invencible de los ejércitos. Vi todo esto y vi a aquellos hombres y a aquellas mujeres unir su fe y hacer de ella una bandera de venganza. El amor animaba los corazones con ese único fuego que nos inflamaba interiormente: éramos libres e iguales en el nombre de Dios y habíamos hendido las montañas, detenido los vientos, dado muerte a todos nuestros tiranos para hacer realidad Su reino de paz y de fraternidad. Podíamos hacerlo, por fin podíamos hacerlo: la vida nos pertenecía.” (p. 108)