Elias Canetti
AUTO DE FE (II)
Barcelona, 2006, Random House Mondadori.
“En el año 213 antes de Cristo y por orden del emperador chino Shih Huang Ti, un brutal usurpador que osó arrogarse los títulos de «Primero, Sublime y Divino», fueron quemados todos los libros de China. Aquel asesino brutal y supersticioso era demasiado inculto para apreciar debidamente el significado de unos libros en cuyo nombre se cuestionaba su tiránico gobierno. Pero su primer ministro Li Ssu, que sí era un hijo de sus propios libros y, por tanto, un despreciable renegado, supo instigarlo, mediante un hábil memorial, a tomar esa inaudita medida. Hasta el simple comentario oral sobre los textos clásicos de la poesía o de la historia chinas se castigaba con la muerte. La tradición oral debía ser abolida al mismo tiempo que la escrita. Sólo se excluyó de la confiscación una escasa minoría de libros, ya podéis imaginaros cuáles: obras de medicina, farmacopea, adivinación, agronomía y arboricultura; vale decir, toda una morralla de manuales prácticos.
(…)
Siempre que leo en algún historiador chino el relato de la gran quema de libros, no dejo de buscar también, en todas las fuentes existentes, el edificante final del asesino de masas Li Ssu. Por suerte ha sido descrito reiteradamente, pues yo necesito verlo morir serrado en dos al menos unas diez veces para recobrar la calma y conciliar el sueño.” (pp. 124-125)
AUTO DE FE (II)
Barcelona, 2006, Random House Mondadori.
“En el año 213 antes de Cristo y por orden del emperador chino Shih Huang Ti, un brutal usurpador que osó arrogarse los títulos de «Primero, Sublime y Divino», fueron quemados todos los libros de China. Aquel asesino brutal y supersticioso era demasiado inculto para apreciar debidamente el significado de unos libros en cuyo nombre se cuestionaba su tiránico gobierno. Pero su primer ministro Li Ssu, que sí era un hijo de sus propios libros y, por tanto, un despreciable renegado, supo instigarlo, mediante un hábil memorial, a tomar esa inaudita medida. Hasta el simple comentario oral sobre los textos clásicos de la poesía o de la historia chinas se castigaba con la muerte. La tradición oral debía ser abolida al mismo tiempo que la escrita. Sólo se excluyó de la confiscación una escasa minoría de libros, ya podéis imaginaros cuáles: obras de medicina, farmacopea, adivinación, agronomía y arboricultura; vale decir, toda una morralla de manuales prácticos.
(…)
Siempre que leo en algún historiador chino el relato de la gran quema de libros, no dejo de buscar también, en todas las fuentes existentes, el edificante final del asesino de masas Li Ssu. Por suerte ha sido descrito reiteradamente, pues yo necesito verlo morir serrado en dos al menos unas diez veces para recobrar la calma y conciliar el sueño.” (pp. 124-125)