miércoles, 3 de enero de 2018

Erksine Caldwell
EL CAMINO DEL TABACO
Barcelona, 1997, Alba.


“En primavera, los agricultores quemaban todos sus campos, porque decían que el fuego abrasaba a los gorgojos. Así explicaban el incendio de los campos y los bosques, cuando alguien les preguntaba por qué no respetaban los pinos jóvenes y los árboles ya hechos. Pero la verdadera razón era que todos ellos habían quemado siempre campos y bosques al llegar la primavera, y no veían motivo para abandonar una costumbre de toda su vida. Les parecía que quemar campos y bosques era tan necesario como echar guano en los algodonales para recoger una cosecha abundante. De haber aserrado los árboles que quemaban, convirtiéndolos en tablones o en leña, en lugar de arrasarlos con el fuego, hubiesen tenido algo que vender. El fuego nunca destruía gorgojos en gran cantidad, y de todas maneras, había que rociar las plantas con veneno en el verano. Pero todo el mundo había quemado siempre la tierra en primavera, y ellos continuaban haciéndolo, aunque no fuera más que porque sus padres lo habían hecho antes. Jeeter quemaba sus tierras todos los años, aunque no tuviera razón alguna para hacerlo, ya que no podía cosechar más. Era por eso que la tierra estaba desnuda de toda vegetación, salvo por los juncales y las retamas y los robles enanos; los matorrales volvían a crecer cada año y ni el fuego más fuerte afectaba a esos arbustos duros como el hierro.” (pp. 132-133)

“—Uno de los deseos del viejo Jeeter —dijo Lov— se ha cumplido. No se ha cumplido exactamente como él pensaba, pero eso es igual. Solía decirme que no quería que le encerrara en el granero y le dejara allí cuando muriese, como habían hecho con su padre. Al morir su padre, Jeeter y los demás que lo estaban velando, encerraron el cuerpo en el granero mientras iban a Fuller a comprar tabaco y bebidas. Lo pusieron en el granero para que no le pasara nada mientras ellos estaban fuera. Cuando iban a enterrarlo, al día siguiente, una rata enorme saltó del ataúd. Había roído la caja mientras estaba en el granero y se había comido un lado de la cara y el cuello del viejo Lester. Eso era lo que temía Jeeter que le pasara a él, y me hacía prometer dos o tres veces al día que no lo encerraría en el granero cuando muriera. Era una tontería preocuparse tanto, porque hacía muchos años que no había ratas en el granero, salvo en las ocasiones en que volvían para mirar si alguien había puesto maíz allí.” (pp. 187-188)