Santa
Teresa de Jesús
LIBRO
DE LA VIDA
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“No
se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios el alma, y la
grandísima pena que da, que la hace no saber de sí; mas es esta
pena tan sabrosa, que no hay deleite en la vida que más contento dé.
Siempre querría el alma -como he dicho- estar muriendo de este mal.”
(cap. 29; apdo. 10.)
“Quiso
el Señor que viese aquí algunas veces esta visión: veía un ángel
cabe mí hacia el lado izquierdo, en forma corporal, lo que no suelo
ver sino por maravilla; aunque muchas veces se me representan
ángeles, es sin verlos, sino como la visión pasada que dije
primero. En esta visión quiso el Señor le viese así: no era
grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que
parecía de los ángeles muy subidos que parecen todos se abrasan.
Deben ser los que llaman querubines, que los nombres no me los dicen;
mas bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a
otros y de otros a otros, que no lo sabría decir. Veíale en las
manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un
poco de fuego. Este me parecía meter por el corazón algunas veces y
que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba
consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios. Era tan
grande el dolor, que me hacía dar aquellos quejidos, y tan excesiva
la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que
se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios. No es dolor
corporal sino espiritual, aunque no deja departicipar el cuerpo algo,
y aun harto. Es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios,
que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que
miento.” (cap. 29; apdo. 13)