Nicola Lagiogia
LA CIUDAD DE LOS VIVOS (IV)
Barcelona, 2022, Penguin Random House.
“Fue en este clima de eterna desmovilización -idéntico cada año, pero cada año más caluroso-, cuando en Roma se volvió a votar por el primer edil. En el curso de dos semanas la ciudad salió de la gestión provisional y regresó oficialmente a la normalidad. Fuera el comisario extraordinario, dentro el nuevo alcalde. La primera mujer alcaldesa de la ciudad.
La situación, constaté desde Turín, no volvió a la normalidad. La ciudad seguía hundiéndose en un caos que se hizo más ostentoso por la presencia de quien, respaldada por un mandato popular, gobernaba ahora el timón de la barca.
La alcaldesa -elegida en virtud de la ola de protestas contra la vieja clase política- parecía incluso más imponente que sus predecesores. Los turistas se desperdigaban entre interminables ineficiencias públicas. Los exhibicionistas nadaban desnudos en las fuentes. La basura crecía por todas partes. Las fotos del desastre dieron la vuelta al mundo. Llegaron los reportajes de los periódicos extranjeros. «Roma en ruinas» (New York Times). «La reputación de la ciudad próxima al cero absoluto» (Le Monde). Algunos ciudadanos empezaron a protestar contra quienes, protestando, habían favorecido el nuevo curso político. Otros protestaron contra quienes protestaban contra quienes habían protestado.
Empezaron a suceder cosas extrañas. Como si fueran bonzos mecánicos, los autobuses se incendiaban solos. En Torre Rossa, en via del Tritone, en medio de piazzale dei Cinquecento. Se descubrió que los episodios de autocombustión, frecuentes hasta extremos inquietantes, se debían a la ínfima calidad de los componentes montados en los vehículos por los mecánicos de la empresa municipal, debido a la falta de fondos. A finales de junio, jugando entre los setos de Colle Oppio, un grupo de niños encontró una gigantesca lengua de cerdo. En Campo de' Fiori los chicos la emprendían a botellazos unos contra otros los fines de semana. En Tuscolano se desencadenaban breves batallas urbanas en que se arrojaban residuos recogidos en la calle. Los comerciantes de Centocelle eran agredidos por quienes querían obligarlos a dejar sus tiendas; cuando se dirigían con los rostros tumefactos a sus amigos de la policía, podían recibir confidencialmente respuestas inesperadas: «Si quieres, podemos ponerte escolta, -decían-, pero a partir de ese momento prepárate para llevar una vida de preso. Tienes mujer, tienes hijos, tienes algo de dinero: ¿quién cojones te obliga a algo así? Si quieres un consejo, véndelo todo y vete». Las obras públicas, entre demoras e ineficiencias, devoraban como de costumbre muchísimo dinero, pero cada vez había menos dinero. Los particulares, desanimados por la marcha de la economía, ponían sus casas en Airbnb. Una marea de nuevos pobres, desahuciados, desfavorecidos, presionaba inquieta desde las periferias. Todo se corrompía, nada dejaba de existir.
A la emergencia por las ratas se sumó el azote de las gaviotas. Con su expresión malvada y sus ojillos vidriosos, eran dueñas de la situación. Correteaban entre la basura, devoraban pequeños animales muertos, se arrojaban sin temor a cualquier fuente de alimento.
-Estas se nos van a comer vivos- comentaban los romanos, expresando malestar o deseo.” (pp. 379-381)