sábado, 19 de abril de 2025

E. H. Carr
LA REVOLUCIÓN RUSA: DE LENIN A STALIN (1917-1929)
Madrid, 1981, Alianza Editorial.

 

“En su quincuagésimo aniversario, Stalin había llegado a la cumbre de su ambición. Habían ocurrido ya bastantes cosas que daban la razón a las aprensiones de Lenin sobre su uso brutal y arbitrario del poder. Había mostrado ya una extraordinaria implacabilidad para imponer su voluntad y aplastar toda oposición a ella. Pero la revelación plena del carácter su dictadura aún tenía que llegar. Los horrores del proceso de colectivización, de los campos de concentración, de los grandes procesos teatrales, y de la matanza indiscriminada, con o sin proceso, no sólo de quienes se le habían opuesto en el pasado, sino también de muchos que le habían ayudado a su ascenso hacia el poder, acompañados por la imposición de una ortodoxia rígida y uniforme sobre la prensa, el arte y la literatura, la historia y la ciencia, y por la supresión de toda opinión crítica, dejarían una mancha que no podrían borrar la victoria en la guerra o sus secuelas. Las fluctuaciones de la reputación de Stalin entre sus compatriotas desde su muerte parecen reflejar emociones confusas y contradictorias de admiración y vergüenza. Esta ambivalencia puede persistir por mucho tiempo. Se ha invocado con frecuencia el precedente de de Pedro el Grande, y resulta asombrosamente adecuado. También Pedro fue un hombre de formidable energía y extrema ferocidad. Revivió y sobrepasó las peores brutalidades de zares anteriores, y su trayectoria excitó la repulsión de generaciones posteriores de historiadores. Sin embargo, sus éxitos en aprender de Occidente, en imponer a la primitiva Rusia los fundamentos materiales de la civilización moderna, y en dar a Rusia un lugar entre las potencias europeas, les obligarían a concederle, aunque con reluctancias, el derecho a la grandeza. Stalin fue el déspota más despiadado que Rusia había conocido desde tiempos de Pedro, y fue también un gran occidentalizador.” (pp. 220-221)