sábado, 11 de octubre de 2014

Thomas Mann
LOS BUDDENBROOK
Barcelona, 2005, Edhasa.



“-Nosotros, la burguesía, el tercer Estado, como se nos ha venido llamando hasta ahora, queremos que un noble lo sea solamente por sus méritos; nos negamos a reconocer como a tal a un holgazán y rechazamos la distribución actual en estamentos…, ¡queremos que todos los hombres sean libres e iguales, que nadie esté supeditado a una persona, sino que todos seamos súbditos de una misma ley…! ¡Deben abolirse los privilegios y los despotismos…! ¡Todos hemos de ser hijos del Estado con igualdad de derechos; y de la misma manera que no existe ya mediador alguno entre el profano y Dios, así el burgués no debe admitir obstáculos entre él y el Estado…! ¡Queremos libertad de Prensa, de industria y de comercio…! ¡Queremos que todos los hombres puedan competir mutuamente, sin privilegios, y que sus méritos sean sus coronas…! (…) No puede ser escrita ninguna verdad, ni enseñada, por si se diera el caso de que no coincidiera con el orden de cosas establecido… ¿Comprende usted? La verdad es reprimida, no puede ser expresada… y ¿por qué? Pues porque así lo dispone un poder absurdo…, anacrónico, caduco, que, como sabe todo el mundo, tarde o temprano ha de ser barrido…” (p. 144)

“El director Wulicke era un hombre terrible, y había sucedido al jovial y sociable viejo que falleció alrededor del año setenta y uno y bajo cuyo mandato estuvieron el padre y el tío de Hanno. El doctor Wulicke, que era entonces profesor de un instituto prusiano, le remplazó y con él entró un nuevo espíritu en la escuela. Donde antaño se consideraba la educación clásica como el primordial objetivo, conquistado a fuerza de calma, diligencia y alegre idealismo, habían alcanzado ahora la máxima autoridad las ideas del Imperio. Deber, poder, servicio, carrera y «el imperativo categórico de nuestro filósofo Kant» era la bandera que el director Wulicke desplegaba, amenazadora, en todos sus discursos de solemnidad. La escuela se había convertido en un Estado dentro del Estado, en el cual reinaban la disciplina y la rigidez prusianas hasta el punto de que no ya los maestros, sino también los alumnos, se sentían como una especie de funcionarios sin más finalidad que el propio mejoramiento, pendientes del informe de la potestad suprema. Poco después de la entrada del nuevo director habíase empezado la reconstrucción y modernización del establecimiento, a base de los últimos adelantos en materia de estética e higiene, y todo se había resuelto a pedir de boca. Únicamente cabía preguntarse si antes, con menos perfeccionamientos modernos y un poco más de bondad, alegría, tolerancia y libertad, aquellas aulas no habían sido más simpáticas y eficaces.
Personalmente, el doctor Wulicke tenía mucho de la naturaleza pavorosa, enigmática, ambigua, obstinada y celosa del Dios del Antiguo Testamento. Tan terrible era risueño como encolerizado. La ilimitada autoridad que tenía en sus manos, le hacía extremadamente veleidoso e insondable. Era capaz de decir un chiste y enfurecerse si el interlocutor se reía. Ninguno de sus amedrentados alumnos sabía cómo comportarse ante él. No quedaba otro recurso que admirarle de pies a cabeza. Y, con una humildad sin límites, detener la tremenda cólera justiciera que amenazaba aplastarles.” (p. 714-715)