Kurt Vonnegut
EL DESAYUNO DE LOS CAMPEONES
Barcelona, 1999, Anagrama.
“Creo que estoy intentando librarme de toda esa basura que tengo en el cerebro: culos, banderas y bragas. Sí, sí, en este libro he hecho un dibujo de unas bragas, y también me estoy desprendiendo de los personajes de otros libros míos. Ya no voy a organizar ningún espectáculo de títeres más.
Creo que estoy intentando tener la cabeza tan vacía como la tenía cuando vine a este mundo hace cincuenta años.
Sospecho que esto es algo que la mayoría de los estadounidenses blancos —y los no blancos que imitan a los estadounidenses blancos— deberían hacer. De cualquier modo, todas esas cosas que los demás me han metido en la cabeza no casan bien unas con otras. Normalmente, no sirven para nada, son feas, no guardan proporción entre sí, ni en mi interior ni en la vida real.
Dentro de mi cerebro no hay ninguna cultura ni ninguna armonía y ya no sé vivir sin cultura.
Así que este libro es un sendero plagado de basura, de esa porquería que voy tirando mientras retrocedo en el tiempo hacia el 11 de noviembre de 1922.” (pp. 18-19)
[La cursiva pertenece al texto.]
“Le vi venir por el rabillo del ojo. Sus ojos echaban chispas. Sus dientes eran puñales blancos. Sus babas, puro cianuro, y su sangre, nitroglicerina.
Cruzaba el aire como un zepelín, flotando indolentemente.
Mis ojos transmitieron el mensaje a mi mente.
Mi mente envió el mensaje a mi hipotálamo y le dijo que liberase una hormona, la CRF, y que la vertiese en las venillas que ponían en conexión el hipotálamo con la glándula pituitaria.
La CRF hizo que mi glándula pituitaria soltase, a su vez, la hormona ACTH por mi corriente sanguínea. Mi pituitaria había estado produciendo y almacenando ACTH para una ocasión semejante. El zepelín se acercaba cada vez más.
Y parte de la ACTH de mi corriente sanguínea llegó a la capa externa de la glándula productora de adrenalina que, a su vez, había estado produciendo y almacenando glucocorticoides para posibles emergencias. Los glucocorticoides se añadieron a mi corriente sanguínea y se extendieron por todo mi cuerpo transformando el glucógeno en glucosa. La glucosa es el alimento de los músculos. Eso me ayudaría a luchar como un gato montés o a huir tan deprisa como un gamo.
Y el zepelín se acercaba cada vez más.
La glándula productora de adrenalina también me propinó un chute extra de adrenalina. Me fui poniendo de color morado a medida que me subía la tensión sanguínea. La adrenalina hizo que mi corazón saltase como si fuera una alarma contra robos. También me puso los pelos de punta. Y también provocó que en mi corriente sanguínea entrasen coagulantes para que, en caso de que fuese herido, no se me escapasen los jugos vitales.
Todo aquello que mi cuerpo había hecho hasta ese momento era normal dentro de los procesos operativos de las máquinas humanas. Pero mi cuerpo tomó también una medida defensiva que, según tengo entendido, carecía de precedentes en la historia de la medicina. Debió de producirse por algún cortocircuito o se me saltó algún fusible. Fuera como fuese, la cosa es que los testículos se me fueron subiendo hasta entrar en la cavidad abdominal, y allí los guardé como si se tratara del tren de aterrizaje de un avión. Y ahora me han dicho que sólo me los podrán sacar de ahí con una intervención quirúrgica.” (pp. 262-263)
EL DESAYUNO DE LOS CAMPEONES
Barcelona, 1999, Anagrama.
“Creo que estoy intentando librarme de toda esa basura que tengo en el cerebro: culos, banderas y bragas. Sí, sí, en este libro he hecho un dibujo de unas bragas, y también me estoy desprendiendo de los personajes de otros libros míos. Ya no voy a organizar ningún espectáculo de títeres más.
Creo que estoy intentando tener la cabeza tan vacía como la tenía cuando vine a este mundo hace cincuenta años.
Sospecho que esto es algo que la mayoría de los estadounidenses blancos —y los no blancos que imitan a los estadounidenses blancos— deberían hacer. De cualquier modo, todas esas cosas que los demás me han metido en la cabeza no casan bien unas con otras. Normalmente, no sirven para nada, son feas, no guardan proporción entre sí, ni en mi interior ni en la vida real.
Dentro de mi cerebro no hay ninguna cultura ni ninguna armonía y ya no sé vivir sin cultura.
Así que este libro es un sendero plagado de basura, de esa porquería que voy tirando mientras retrocedo en el tiempo hacia el 11 de noviembre de 1922.” (pp. 18-19)
[La cursiva pertenece al texto.]
“Le vi venir por el rabillo del ojo. Sus ojos echaban chispas. Sus dientes eran puñales blancos. Sus babas, puro cianuro, y su sangre, nitroglicerina.
Cruzaba el aire como un zepelín, flotando indolentemente.
Mis ojos transmitieron el mensaje a mi mente.
Mi mente envió el mensaje a mi hipotálamo y le dijo que liberase una hormona, la CRF, y que la vertiese en las venillas que ponían en conexión el hipotálamo con la glándula pituitaria.
La CRF hizo que mi glándula pituitaria soltase, a su vez, la hormona ACTH por mi corriente sanguínea. Mi pituitaria había estado produciendo y almacenando ACTH para una ocasión semejante. El zepelín se acercaba cada vez más.
Y parte de la ACTH de mi corriente sanguínea llegó a la capa externa de la glándula productora de adrenalina que, a su vez, había estado produciendo y almacenando glucocorticoides para posibles emergencias. Los glucocorticoides se añadieron a mi corriente sanguínea y se extendieron por todo mi cuerpo transformando el glucógeno en glucosa. La glucosa es el alimento de los músculos. Eso me ayudaría a luchar como un gato montés o a huir tan deprisa como un gamo.
Y el zepelín se acercaba cada vez más.
La glándula productora de adrenalina también me propinó un chute extra de adrenalina. Me fui poniendo de color morado a medida que me subía la tensión sanguínea. La adrenalina hizo que mi corazón saltase como si fuera una alarma contra robos. También me puso los pelos de punta. Y también provocó que en mi corriente sanguínea entrasen coagulantes para que, en caso de que fuese herido, no se me escapasen los jugos vitales.
Todo aquello que mi cuerpo había hecho hasta ese momento era normal dentro de los procesos operativos de las máquinas humanas. Pero mi cuerpo tomó también una medida defensiva que, según tengo entendido, carecía de precedentes en la historia de la medicina. Debió de producirse por algún cortocircuito o se me saltó algún fusible. Fuera como fuese, la cosa es que los testículos se me fueron subiendo hasta entrar en la cavidad abdominal, y allí los guardé como si se tratara del tren de aterrizaje de un avión. Y ahora me han dicho que sólo me los podrán sacar de ahí con una intervención quirúrgica.” (pp. 262-263)