viernes, 11 de junio de 2021

Martín Caparrós
EL HAMBRE (II)
Barcelona, 2015, Anagrama.



“El hambre constante es la condición original de los hombres. Y el alivio de saber que no será necesario buscar por unas horas es una conquista cultural decisiva. Somos más humanos cuanto más saciados. Y somos más humanos cuanto menos tiempo debemos dedicar a saciarnos. El proceso de civilización es el recorrido que va desde pasar todo el tiempo dedicados a conseguir comida hasta pasar lo menos posible dedicados a conseguir comida. Cuanta más hambre, más animales somos; cuanta menos, más humanos.
    La cuenta sigue vigente en nuestros días.” (p. 84)

“Y todavía no sabía muchas cosas. Después me enteré de que la señorita Agnes Gonxha Bojaxhiu, también llamada Madre Teresa de Calcuta, era un cuadro belicoso de su santa madre, con un par de ideas fuertes. Entre ellas, la idea de que el sufrimiento de los pobres es un don de Dios: «Hay algo muy bello en ver a los pobres aceptar su suerte, sufrirla como la pasión de Jesucristo —dijo muchas veces—. El mundo gana con su sufrimiento».
   Por eso, quizás, la religiosa les pedía a los afectados por el famoso desastre ecológico de la fábrica Union Carbide, en el Bhopal indio, que «olvidaran y perdonaran» en lugar de reclamar indemnizaciones. Por eso, quizás, la religiosa fue a Haití en 1981 para recibir una Legión de Honor del dictador Jean-Claude Duvalier —que le donó bastante plata— y explicar que Baby Doc «amaba a los pobres y era adorado por ellos». Por eso, quizás, la religiosa fue a Tirana a dejar una corona de flores en el monumento de Enver Hoxha, el líder stalinista del país más represivo y pobre de Europa. Por eso, quizá, la religiosa defendió a un banquero americano que le había dado mucho antes de ir preso por estafar a cientos de miles de pequeños ahorristas. Y tantos otros logros semejantes.
   Aquella vez en Calcuta, 1994, tampoco sabía cómo la señorita Agnes usaba el halo de santidad que había sabido conseguir: los santos pueden decir lo que quieran, donde y cuando quieran. Ella usaba esa bula para llevar adelante su campaña mayor: la lucha contra el aborto y la contracepción. Ya lo había dicho en Estocolmo, 1979, mientras recibía el Premio Nobel de la Paz: «El aborto es la principal amenaza para la paz mundial» y después, para no dejar dudas: «La contracepción y el aborto son moralmente equivalentes».
   Y más tarde, ante el Congreso norteamericano que le dio el título muy extraordinario de «ciudadana honoraria»: «Los pobres pueden no tener nada para comer, pueden no tener una casa donde vivir, pero igual pueden ser grandes personas cuando son espiritualmente ricos. Y el aborto, que sigue muchas veces a la contracepción, lleva a la gente a ser espiritualmente pobre, y esa es la peor pobreza, la más difícil de vencer», decía la religiosa, y cientos de congresistas, muchos de los cuales aprobaban el aborto y la contracepción, la aplaudían embelesados.
   Aquella tarde, en Washington, su cardenal James Hickley lo explicó clarito: «Su grito de amor y su defensa de la vida nonata no son frases vacías porque ella sirve a los que sufren, a los hambrientos y los sedientos…». Para eso, entre otras cosas, servía la religiosa. […] Por eso el primer emprendimiento de la señorita fue un moritorio, un lugar para morirse más limpito. La señorita Agnes recibió cataratas de premios, donaciones, subvenciones para sus empresas religiosas. Y nunca hizo públicas las cuentas de su empresa pero se sabe, porque lo dijo muchas veces, que fundó unos quinientos conventos en cien países —y nunca puso una clínica en Calcuta.” (pp. 110-111)