Benjamín Labatut
UN VERDOR TERRIBLE (II)
Barcelona, 2020, Anagrama.
“(...) Schwarzschild dedujo que cualquier objeto podría generar una singularidad si su materia era comprimida en un espacio lo suficientemente reducido: para el sol bastaban tres kilómetros, para la Tierra, ocho milímetros, para un cuerpo humano promedio, 0,000000000000000000000001 centímetro.
Dentro del agujero que sus métricas predecían, los parámetros fundamentales del universo intercambiaban sus propiedades: el espacio fluía como el tiempo, el tiempo se extendía como el espacio. Esa distorsión alteraba la ley de la causalidad;
(…)
Pero las extrañezas no se limitaban a la zona interior. Alrededor de la singularidad existía un límite, una barrera que marcaba un punto de no-retorno. Al cruzar esa línea, cualquier cosa –fuera un planeta entero o una diminuta partícula subatómica– quedaría atrapada por siempre. Desaparecería del universo como si hubiera caído en un pozo sin fondo.
Décadas después, ese límite fue bautizado como el radio de Schwarzschild”. (pp. 62-63)
“La física simplemente dejaba de tener sentido.
Courant lo escuchó absorto. Poco antes de que los enfermeros vinieran a buscar al joven para subirlo al convoy que lo llevaría de regreso a Berlín, Schwarzschild le preguntó algo que lo atormentó durante el resto de su vida, aunque en ese momento Courant pensó que solo se trataba de un delirio, el desvarío de un soldado moribundo, la locura que asomaba en su cabeza aprovechándose del cansancio y la desesperación. Si ese tipo de monstruos eran un estado posible para la materia, le dijo Schwarzschild con la voz temblorosa, ¿tendrían un correlato en la mente humana? Una concentración suficiente de voluntades, millones de seres humanos sometidos a un solo propósito, sus mentes comprimidas en el mismo espacio psíquico, ¿desencadenarían algo parecido a su singularidad? Schwarzschild no solo estaba
convencido de que era posible, sino que ocurriría en la Vaterland.” (p. 65)
[Vaterland significa "patria" en alemán.]
“Incluso sus colaboradores más cercanos consideraron que había ido demasiado lejos. Grothendieck quería atrapar el sol en una mano, desenterrar la raíz secreta capaz de unir innumerables teorías sin ninguna relación aparente. Le dijeron que era un proyecto imposible, más parecido a los delirios de un megalómano que a un programa de investigación científica. Alexander no escuchó. De tanto ahondar en los fundamentos, su mente había tropezado con el abismo.
En 1967 viajó durante dos meses a Rumanía, Argelia y Vietnam para impartir una serie de seminarios. Uno de los colegios donde enseñó en Vietnam luego fue bombardeado por tropas norteamericanas; murieron dos profesores y decenas de alumnos. Al volver a Francia ya no era el mismo. Influenciado por el movimiento del 68 que rugía a su alrededor, en una clase magistral en la Universidad de París en Orsay, llamó a más de un centenar de alumnos a renunciar a «la práctica vil y peligrosa» de las matemáticas, a la luz de las amenazas que enfrentaba la humanidad. No eran los políticos los que acabarían con el planeta, les dijo, sino los científicos como ellos que «caminaban como sonámbulos hacia el Apocalipsis».
Desde ese día se negó a participar de ningún congreso si no le permitían dedicar una cantidad de tiempo equivalente a la ecología y el pacifismo. En sus charlas regalaba manzanas e higos cultivados en su jardín y advertía sobre el poder destructivo de las ciencias: «los átomos que despedazaron Hiroshima y Nagasaki no fueron separados por los dedos grasientos de un general, sino por un grupo de físicos armados con un puñado de ecuaciones». Grothendieck no podía dejar de cuestionar su efecto sobre el mundo. ¿Qué nuevos horrores nacerían de una comprensión total como la que él buscaba? ¿Qué haría el hombre si fuera capaz de tocar el corazón del corazón?” (pp. 85-86)
“Vasek era pintor, pero además se había dedicado a reunir una extensa colección de obras que aglutinaba bajo el nombre de art brut, compuesta de poemas, esculturas, dibujos y cuadros hechos por pacientes psiquiátricos, vagabundos, niños con retraso mental, adictos, borrachos y depravados, en cuyas torcidas visiones él creía distinguir el caldo de cultivo donde se gestarían los mitos del futuro.” (p. 126)