Juan Goytisolo
VAMOS A MENOS
Madrid, EL PAÍS, 10-enero-2001.
“La decisión del jurado del
Premio Cervantes el pasado mes de diciembre prueba de modo concluyente (por si
hubiera aún necesidad de ello) la putrefacción de la vida literaria española,
el triunfo del amiguismo pringoso y tribal, la existencia de fratrías,
compinches y alhóndigas, la apoteosis grotesca del esperpento. Sí, Spain is
different, y lo es sin remedio. Las vehementes declaraciones de amor del
laureado, de un amor que, a diferencia del de Wilde y Gide, sí se atreve a
decir su nombre, al secretario de Estado de Cultura ('¡Ay, mi amor, cuántas
cosas te debo! Me has hecho un hombre. De verdad que estoy con vosotros. Cuenta
conmigo para lo que quieras'); sus expresiones chulas e insultantes respecto a
los otros candidatos, entre los que por fortuna no me hallaba yo ('ahora sí que
les hemos jodido bien', '¡esto es la polla!'); sus muy rendidas gracias a
quienes 'se lo han trabajado [el premio] a muerte' (su padrino, José Hierro y
el crítico estrella de este periódico), resultarían inconcebibles en otro país
que el nuestro. En la flamante España que va a más, la ignorancia, desfachatez
y venalidad reinantes permiten galardonar no a Valente, sino a don José García
Nieto, pues en razón de la ausencia casi general de criterios de valor, todo
vale. En corto, la cultura ha sido sustituida por su simulacro mediático y
nadie o muy pocos elevan la voz contra ese estado de cosas. La resignación y el
conformismo con los poderes fácticos reinan en el campo literario como en los
felices tiempos del franquismo.
Lo más extraordinario de este
inefable festival de burlas y vanidades es la insistencia del galardonado en la
índole 'política' de su premio y su recompensa a 'la España progresista' que él
encarna. ¡El autoproclamado escritor de izquierdas, e incluso rojo, publicaba
sin duda en Cuadernos de Ruedo Ibérico o Nuestras Ideas, y no en la La Gaceta
Literaria! Para un memorialista de su pedigrí, la desmemoria que afecta a la
vida española es una baza única. ¡Del patrocinio de don Juan Aparicio al de
Luis Alberto de Cuenca, qué impecable trayectoria de izquierdas!
Mas lo ocurrido con el cervantes
-empleemos la minúscula para evitar el ultraje a la memoria de nuestro primer
escritor- no puede considerarse con todo un hecho aislado: se inscribe en un
cuadro genérico de premios, recompensas, medallas, galardones, ditirambos y
propaganda desaforada destinados a transformar en obras de arte unos partos de
mediocridad escasamente áurea cuando no atentados mortales a la inteligencia y
buen gusto. La distinción fundamental entre el texto literario y el producto
editorial ha sido cuidadosamente borrada y, para emplear los términos acuñados
por Antonio Saura, el 'hipo de la moda' se confunde con 'la moderna
intensidad'. No tengo nada en contra de los buenos 'productos' que sirven de
soporte material a la publicación de obras minoritarias y de mayor enjundia.
Una gran editorial como Gallimard -a la que se tributó un merecido homenaje en
la Feria del Libro de Guadalajara- ha sabido combinar unos y otras durante casi
un siglo hasta componer un catálogo digno de admiración. Pero en España, en
donde la cultura es escasa y superficial, víctima de nuestra trágica
discontinuidad histórica -¿puede considerarse 'normal' un país en el que el
lector no pudo acceder al disfrute de una obra como La Regenta durante más de
cuarenta años?-, el empeño de algunos en sostener la obra de calidad lucha
quijotescamente contra la ignorancia de los más y la demostrada incompetencia
de los dómines de la cultura. Si a ello añadimos el hecho de que la educación
se ha convertido en una nueva forma de calamidad pública -como señaló
recientemente Juan Pablo Fusi, el nivel de conocimientos de los universitarios
de hoy en las disciplinas de humanidades es tal vez inferior al de los colegios
de enseñanza media de la Institución Libre de Enseñanza en tiempos de Cánovas-,
obtendremos un cuadro completo de la desertificación ética y literaria de
nuestra España de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos. No hay que
extrañarse así de que en este clima triunfalista y deletéreo de sometimiento a
lo inane, pero mediático -o por mejor decir, de mediático por lo inane-,
asistamos a la reproducción clónica de premios y obras premiadas, en los que el
contenido del libro viene determinado de antemano por estrategias e imperativos
de su promoción. Una buena promoción suple con creces la baratija impresa y
atenúa el hedor de lo manido y rancio con un buen empaquetado de regalo de Nina
Ricci o Dior. Todo ello no sería posible sin la complicidad activa o pasiva de
las páginas culturales de los grandes periódicos, dependientes, como nadie
ignora, de intereses políticos o empresariales más o menos confesables.
Cualquier crítico o escritor de escaso fuste pero de muchas campanillas puede
pontificar sobre la 'retórica hueca' de Valente o perdonar la vida a Borges
mientras proclama al inefable cervantes de las botas negras brillantes y
pañuelo rosa o de bufanda blanca y pantalón rojo eléctrico, lo mismo da, el
mejor escritor de todas las Españas. Cualquier avispado columnista de cartón
piedra puede establecer, con ayuda o sin ayuda del ministerio, su canon
literario y forjarse de ese modo, a costa de omisiones mezquinas y flagrantes
desafueros, una pequeña celebridad. Los amores y desamores de los pretendientes
a Bloom mas de integridad condigna de un cabecilla de taifa, reflejan fielmente
lo que escribió Cernuda -a quien no se lee y se cita con desparpajo- en uno de
sus ensayos: 'Lo lamento, pero la crítica no consiste como creen ahí, en
administrar un compuesto de azúcar, melaza, sacarina y jarabe a aquellos
escritores admirados y palo tras palo a aquellos detestados por el crítico,
sino otra cosa'. Para desdicha nuestra, esta 'otra cosa' sigue brillando por su
ausencia. Recuerdo la reseña de una novela de difícil repercusión fuera de
España en la que el crítico prodigó 16 adjetivos de elogio (cinco de ellos
terminados en ante). El mismo crítico se despachó a gusto con otra -ésta sí
traducida posteriormente a varias lenguas no obstante su índole minoritaria-
con un número apenas inferior de frases o términos demoledores y despectivos.
Pero en un caldo de cultivo como
el de nuestra villa y corte, en el que la tontería y falsedades de las que
habla Cernuda pasan por valores contantes y sonantes, nada significa ya nada.
Igual da Gala que martingala y Verdi que Monteverdi ('basta quitarle el Monte',
como dijo un musicólogo de tertulia). Los opiniónomos y sabios disciernen
títulos de gloria o de infamia sin tomarse la molestia de leer a quienes
trituran o ensalzan. (Hace años incurrí en la ingenuidad de presentarme a una
plática radiofónica sobre la novela que acababa de publicar. Al llegar con unos
minutos de antelación al estudio sorprendí a los contertulios mientras leían
apresuradamente la contracubierta del libro para saber de qué iba. Los
ejemplares a su disposición lucían una virginidad ajena a todo manoseo zafio. A
pesar de ello, al empezar la charla, tres de ellos alabaron la obra y uno la
criticó con dureza. Pero se trataba de una iluminación directa del Espíritu
Santo, ya que ninguno la había leído).
Es una desdicha que el Paráclito
no alumbre casi nunca las mentes de nuestros responsables culturales. Sus
intervenciones salvíficas son más bien raras. ¡Ojalá tuviésemos con nosotros a
este camarero de un restaurante popular de Monterrey que me habló de unas
semanas de Disciplina Clericalis y de don Sem Tob! De depender de mí, le habría
nombrado inmediatamente ministro de Educación.
La amenaza más grave que hoy pesa
sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su rendición sin
combate a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la
compraventa: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la
luna a los fabricantes de best- sellers y margina a quienes escriben sin anhelo
de recompensa y permanecen fieles a la ética del lenguaje. Como escribía en su
bello discurso de recepción del Nobel el novelista chino Gao Xingjian, 'si el
juicio estético del escritor debiera seguir las tendencias del mercado, ello
equivaldría al suicidio de la literatura'.
Para no suicidarse, el escritor
tiene que aceptar en efecto la soledad creadora, mucho menos dramática por fortuna
que la de quienes, como Osip Mandelstam o Bulgakov, no pudieron ver impresa su
obra o perecieron a causa de su exigencia moral y estética insobornable. Evocar
el destino de éstos o de algunos grandes creadores de nuestra lengua (de los
que tan poco sabemos) resultaría una ayuda preciosa en el momento de afrontar
la alternativa. No pienso aquí en las plumas serviles o zafias que existen tan
sólo a la sombra del poder o gracias a su continua presencia mediática sino en
aquellas que, dotadas de la sensibilidad innata del escritor capaz de plasmar
su visión del mundo, sacrifican su precioso don al afán barato de hacer
carrera.
Una prensa atenta a la educación
ciudadana debería cuidar de la defensa de los valores literarios y artísticos
más allá de las modas y combinaciones mercantiles. Dicha labor no es cómoda en
un medio habituado a la confección y venta de productos de asimilación
instantánea conforme a las normas de las sociedades configuradas por el mercado
global (productos consumidos a su vez por éstas con la misma facilidad y
rapidez que las hamburguesas zampadas, digeridas y evacuadas de sus
hamburgueserías). Pero los críticos que aceptan sin pestañear dicho orden de
cosas y ensalzan regularmente las obras plastificadas y fabricadas en serie
deberían comparecer ante un tribunal de deontología. Que los órganos de prensa
venales o al servicio del poder -para el que la cultura es sólo un motivo de
decoración o alarde vano- participen en tal almoneda no puede sorprender a
nadie. En otros casos dicha conducta resulta más difícil de encajar.
EL PAÍS es 'algo más que un periódico'. Es también, como sabemos,
la matriz o pieza clave de un poderoso grupo empresarial con ramificaciones en
el ámbito editorial y en diversos medios de comunicación de España e Iberoamérica.
Su credibilidad informativa le ha permitido conquistar de buena ley una
audiencia internacional y alzarse al nivel de los cuatro o cinco mejores
periódicos del mundo. Merced a ello podemos disfrutar de la lectura de algunas
de las mejores plumas españolas y extranjeras tocante a los problemas y
realidades acuciantes con las que debemos lidiar. En mis viajes a diversas
zonas conflictivas a lo largo de la última década he podido comprobar
igualmente la excepcional seriedad y competencia de sus corresponsales en los
Balcanes, Rusia, Oriente Próximo y el Magreb. Pero advierto con creciente
inquietud -y esto es la otra cara de la moneda, visible no obstante, a todo
observador sin anteojeras- la incidencia de una serie de presiones internas y
externas, ligadas a su dimensión empresarial y a la imbricación que conlleva,
que ponen a dura prueba en una de sus secciones sus designios de imparcialidad.
Si al cabo de los años leo
siempre con el mismo incentivo las páginas de Opinión y las informaciones y
crónicas internacionales (las de España me interesan menos con excepción de las
que tocan al País Vasco, el racismo y la inmigración), en el campo cultural
verifico a menudo la fuerza de estas presiones y la existencia de un lo nuestro
y lo ajeno de un nosotros y ellos que justifican un muy diferente trato a
autores y obras según pertenezcan o no al grupo multimedia o, lo que es peor,
sean amigos o no de quienes a la sombra pinchan y cortan.
No descubro el Mediterráneo si
señalo que algunas informaciones sobre el número de premios acumulados y
ejemplares vendidos de un autor de la casa, reiterados con machaconería,
corresponden más bien a las funciones de un buen agente literario que a las de
un periódico serio cuya fiabilidad nadie debería poner en duda. Tampoco descubro
el Atlántico si apunto al hecho de que el nombre de ciertos autores es
escamoteado por causas que los interesados ignoran y que ese ninguneo llega a
tales extremos que se puede informar sobre la presentación de un libro y omitir
el nombre del presentador (esto acaeció la pasada primavera con la del bello
poemario póstumo de Carlos Fuentes Lemus; su presentador, Julián Ríos,
desapareció de la reseña del acto). Se me dirá que esto puede ocurrir en todos
los diarios. Mas la índole sistemática de las promociones y ninguneos no
debería sobrepasar ciertos límites so pena de afectar la confianza que deposita
en ellos el lector.
Algunas omisiones, por minúsculas
que sean, pueden acarrear consecuencias dañinas y citaré un ejemplo que me
atañe. Cuando el imam Jomeini decretó su célebre fatwua contra Salman Rushdie,
recibí en Marraquech una llamada telefónica de Londres para solicitar mi firma
en una carta cuyo texto fue publicado el día siguiente en The Times. Por más
señas, fui el único firmante español y el único que suscribió la protesta
contra el desafuero en un país musulmán. Poco después, la misma carta, con sus
signatarios, apareció en este periódico. Sólo faltaba mi firma: detalle
insignificante y al que no presté mayor atención. Pero he aquí que al cabo de
unos años un colega me reprochó, de buena fe sin duda, haber negado mi apoyo
moral al escritor perseguido. Entonces comprobé, con retraso, las secuelas de
ciertas omisiones para mí tan misteriosas como las que existían en tiempos de
la censura franquista, y lamenté no haber indicado públicamente el escamoteo de
mi nombre en la lista reproducida en EL PAÍS en forma de comunicado o anuncio.
Más allá de estas anécdotas de
escaso interés para el lector, percibo en las páginas de Cultura los corolarios
de una endogamia que, por acentuarse de año en año, corre el riesgo de
convertirse en autismo. La existencia de unos intelectuales orgánicos, no ya al
servicio de un partido político o grupo social, sino de la empresa, tiene a la
corta o a la larga efectos negativos si no se toma conciencia de ello y no se
adoptan medidas para circunscribir el mal. Todos conocemos a estos escritores
(buenos o mediocres, igual da) que están siempre en la brecha, allí donde deben
estar y que si critican lo divino y lo humano se guardan muy mucho de emitir el
menor reparo al funcionamiento del sector cultural y a unos favoritismos de los
que son los primeros beneficiarios. Tal vez eso sea inevitable y difícil de
erradicar. Pero si desaparecen las voces críticas o son ahogadas por un
discurso satisfecho y eufórico -como sucedía en otra escala, mucho más nociva,
en las antiguas Uniones de Escritores de los países del 'socialismo real'- se
corre el riesgo de hablar y aplaudir a quien habla de forma 'autorizada'; en
otras palabras, de confundir la voz propia con la voz de la sociedad.
Junto a la figura del Defensor
del Lector a secas, habría que crear la de un Defensor del Lector Literario,
con el encargo expreso de señalar los usos y abusos de nuestro peculiar Parnaso
con la ironía de un Larra o un Clarín; el elogio en el que no cree ni el que lo
da ni el que lo lee ni a veces, si conserva una pizca de lucidez, el que lo
recibe; los compadreos, aborrecimientos y exclusiones ajenos a toda ética y
sentido común; la censura comercial mucho más solapada y mortífera que la
antigua censura religiosa, ideológica o política. Hoy, como hace cuarenta años,
lo que entiendo por crítica literaria -extraño quizás a la mentalidad española,
según creía Cernuda- se refugia de ordinario en unas pocas revistas
independientes de toda subvención estatal y autonómica, como es el caso heroico
de Quimera o Archipiélago, o recurre al libelo provocador pero saludable del
samizdat. Quién sabe si los foros espontáneos de internautas serán en el futuro
la única alternativa viable a la tiranía de la trivialidad.
Las cosas no han cambiado mucho
desde el día en el que el último cervantes llegó al café Gijón. En mi novela
Don Julián -prohibida por los servicios del entonces padrino de aquél-, hablaba
de 'esas estatuas todavía sin pedestal, pero ya con la mímica y el desplante
taurómacos' de los escaladores del 'laurífico escalafón, que vierten a raudales
su simpático don de gentes: si me citas te cito, si me alabas te alabo, si me
lees te leo: ¡original y castizo sistema crítico fundado en la tribal,
primitiva economía de trueque! ¡Poetas, narradores, dramaturgos, al acecho de
planetario premio, de alcaponesca beca!: trenzándose, entretanto, unos a otros,
floridas guirnaldas, prodigándose henchidos elogios, redactando sonoros
panegíricos: fuera de tono, inauténticos siempre excepto cuando airada,
recíprocamente se combaten', etcétera.
Cualquier parecido con el Parnaso
de hoy sería desde luego simple coincidencia. En este campo, si tenemos en
cuenta los estragos de la seudocultura mediática y la ignorancia general de
nuestro pasado, incluso el más próximo, no cabe sino concluir que vamos a
menos.”