Ian McEwan
AMSTERDAM
Anagrama, 1999, Barcelona.
“Probablemente no es nada. Ya
sabes, eso que de noche te hace sudar como un poseso y al día siguiente te
parece una idiotez. No era exactamente de eso de lo que quería hablarte. Seguro
que no es nada, aunque tampoco pierdo nada pidiéndote lo que voy a pedirte. En
caso de que me ponga enfermo..., algo muy grave, ya sabes, como Molly, y
empiece a caer por la pendiente y a cometer errores horribles, errores de
juicio, no recordar los nombres de las cosas, no saber quién soy y demás... En
fin, ese tipo de cosas. Me tranquilizaría saber que alguien me ayudaría a
acabar con todo... O sea, ayudarme a morir. Sobre todo si llego a un punto en
el que no puedo tomar la decisión por mí mismo, o no puedo ponerla en práctica.
Bien, lo que te estoy diciendo es que... Te estoy pidiendo, siendo como eres mi
amigo más antiguo, que me ayudes si alguna vez llego a encontrarme en tal
estado y ves con claridad que ésa es la solución correcta. Lo mismo que
nosotros habríamos ayudado a Molly si hubiéramos...” (p. 60)
“Podría haberse tomado la
licencia de no cumplir sus compromisos poniendo como excusa el espíritu libre
del artista, pero detestaba dar muestras de este tipo de arrogancia. Tenía
varios amigos que jugaban la carta de la genialidad cuando les convenía, y
dejaban de aparecer en este o aquel acto en la creencia de que cualquier
trastorno causado en el ámbito local no podía sino acrecentar el respeto por la
naturaleza absorbente e imperiosa de su noble vocación artística. Estos
individuos –los novelistas eran, con mucho, los peores- se las arreglaban para
convencer a amigos y familiares de que no sólo sus horas de trabajo, sino cada
cabezada o cada paseo, cada rato de silencio, depresión o borrachera llevaba en
sí mismo el marchamo exculpatorio de una alta meta. Una máscara para ocultar la
mediocridad, en opinión de Clive. No dudaba que la vocación artística fuera
alta y noble, pero el mal comportamiento no era parte de ella.” (p. 74)