sábado, 29 de junio de 2013

William Ospina
EL PAÍS DE LA CANELA
Bogotá, 2008, Grupo Editorial Norma. 


“Pero uno sólo ve con nitidez lo que dura: un mundo que no cesa de cambiar apenas si produce en los ojos el efecto de un viento.” (p. 29)

“Aparecieron un día en las planicies amarillas que rodean el Titicaca, el más alto de todos los mares. Se llamaban Manco Cápac y Mama Ocllo Huaco; traían una cuña brillante de una vara de largo y dos dedos de ancho, que según algunos era una barra de oro macizo y según otros era un rayo de luz que había puesto en sus manos el Sol, y en cada región que cruzaban intentaban hundirla en la tierra. No preguntes de dónde procedían porque en las montañas cada quien tiene una respuesta distinta para esa pregunta, pero todos estuvieron siempre de acuerdo en que eran hijos del Sol. Recorrieron los llanos de polvo, entre montañas blancas, recorrieron las cumbres pedregosas y los cañones resecos por donde resbala un hilo que alguna vez fue de agua y ahora es de arena interminable, recorrieron desiertos donde las pobres arañas tejen sus telas en la noche sólo para atrapar al amanecer unas mezquinas briznas de rocío, cruzaron la landa y la puna fracasando siempre en su intento de sembrar aquel objeto luminoso. Sólo cuando iban cruzando el cerro de Huanacauri ocurrió lo que esperaban: la cuña se hundió sin esfuerzo en el suelo y desapareció sin dejar rastro: era la señal para que los mensajeros fundaran allí su residencia.” (pp. 39-40)

“Dirás que soy ingrato con Pizarro, el jefe militar de mi padre, pero yo sé lo que te digo: los hombres valientes son demasiado confiados y los traidores son demasiado engañosos; el rey y el papa están muy lejos, y dedicados a sus propias rapiñas, para imponer aquí de verdad la ley de Dios o de la Corona; esta conquista sólo se abre paso con crímenes y muy tardíamente intenta redimirse con leyes y procesiones. Aquí sólo triunfan los peores. La Corona acepta que avancen con saqueos y masacres, y después llega a ocupar lo conquistado y a tratar de castigar a los criminales que lo hicieron posible. (…) Los mansos no heredan esta tierra, más bien han sido los primeros en perderla.” (pp. 56-57)

“Sólo cuando se convierte en relato el mundo al fin parece comprensible. Mientras los vamos viviendo, los hechos son tan agobiantes y múltiples que no les encontramos pies ni cabeza. O tal vez tiene razón Teofrastus, quien me dijo que lo que les da orden a los recuerdos es que ya conocemos el desenlace, que los vemos a la luz del sentido que ese desenlace les brinda. Al soplo de los hechos, todo va gobernado por la incertidumbre, y los únicos seres que parecen coherentes son aquellos que, a falta de saber cómo terminarán las cosas, tienen claro un propósito que buscan imponerle a la realidad. A cada paso eligen en función de lo que persiguen, les resulta más fácil optar entre alternativas y tomar decisiones, saben escoger con resolución un camino y prescindir de otro.” (p. 106)