Javier Marías
LOS ENAMORAMIENTOS
Madrid, 2011, Alfaguara.
“la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo qué pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con mil misterios irresolutos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención de una cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, por contraste, así que cuéntenos atrocidades distintas, porque las de ayer ya las hemos gastado’.” (pp. 50-51)
“Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan. ‘¿Cómo es que no sale del pozo teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor si, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde.” (pp. 85-86)
LOS ENAMORAMIENTOS
Madrid, 2011, Alfaguara.
“la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo qué pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con mil misterios irresolutos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención de una cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, por contraste, así que cuéntenos atrocidades distintas, porque las de ayer ya las hemos gastado’.” (pp. 50-51)
“Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan. ‘¿Cómo es que no sale del pozo teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor si, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde.” (pp. 85-86)