domingo, 30 de noviembre de 2014

J. M. G. Le Clézio
EL DILUVIO
Barcelona, 2008, Seix Barral.



“El horizonte se dibujó al este, con la línea de la costa y la superficie del mar. Las crestas blancas de las olas, lejos y en toda su extensión, empezaron a brillar regularmente. Luego, el agua se hizo más sucia, muy rizada y muy dura, a medida que la luz disolvía la tinta. Los puntos amarillos de los rayos, y los puntos rojos de los faros, brillaron menos brutalmente. Manchas profundas, espesas, terribles, se estrecharon poco a poco, recogidas sobre sí mismas, secándose como charcos. Por encima del mar, las nubes se levantaron de repente, surgiendo muy pálidas de la noche, parecidas a rebaños de elefantes o de búfalos. Minuto tras minuto, sus relieves se acusaban, se ahondaban. Bolas algodonosas colgaban sin moverse en medio de la bóveda celeste, y en sus desgarramientos, se percibían trozos de aire transparente, a medio camino entre el rosa y el gris, donde no había nada. Débilmente, la noche oscilaba hacia el oeste, retirándose, sin tener la apariencia de los objetos aún prisioneros de su baba viscosa. Lo que había sido negro, devenía sombrío, luego gris, luego lechoso, luego muy pálido, y esta misma palidez se retiraba, deslizándose más allá del blanco, como si, despojada de la membrana que la hacía invisible, la tierra no hubiera sido todavía poseída por el color, y flotara, indecisa, entre estas dos violencias, exangüe, casi inexistente. Al otro extremo del horizonte, por encima de la ciudad y de las montañas, había una especie de abismo oscuro, parecido a un embudo, donde la sombra caía con lentitud.” (p. 169)