jueves, 2 de abril de 2015

Charles Dickens
CASA DESOLADA (II)
Barcelona, 2000, Montesinos.


 
“Me vestí antes de que amaneciera. Resultaba interesante mirar hacia el exterior a través de la ventana, en cuyos negros cristales se reflejaban mis velas encendidas como dos faros, y observar que todo el paisaje parecía amortajado en la oscuridad difusa de la noche, para ver luego surgir las cosas al nacer el día. A medida que, de forma gradual, el panorama se despejaba y con ello resaltaba el escenario en el que el viento había vagado en la oscuridad al igual que mi memoria sobre mi vida pasada, experimentaba el placer de descubrir, poco a poco, los objetos desconocidos que me habían rodeado durante mi sueño. Al principio, aparecían desdibujados en la niebla, con las últimas estrellas brillando sobre ellos. Una vez superado aquel pálido intervalo, el cuadro empezaba a ampliarse y a poblarse con tal rapidez que, con cada nueva ojeada, descubría materia suficiente para una hora de observación. Mis velas se convirtieron, de manera imperceptible, en la única parte incongruente de aquel amanecer; los rincones oscuros de mi habitación desaparecían y el día brilló alegre sobre el paisaje, en el que destacaba la iglesia de la vieja abadía, con su torre, que proyectaba en el campo una sombra menos pronunciada de lo que sugería su robusto carácter. Así es como, en ocasiones, se desprenden serenos y bondadosos efluvios de una hosca apariencia, lección que ya creo haber aprendido.” (p. 90)