domingo, 25 de octubre de 2020


 

Oliver Sacks
EL RÍO DE LA CONCIENCIA (IV)
Barcelona, 2019, Anagrama.


“Si uno observa los gráficos de los pacientes internados en los psiquiátricos y hospitales estatales en las décadas de 1920 y 1930, se encuentra con observaciones clínicas y metodológicas extremadamente detalladas, a menudo insertas en narraciones de una riqueza e intensidad casi novelescas (como en las clásicas descripciones de Kraepelin y otros a principios de siglo.) Al instituirse unos rígidos criterios y manuales de diagnóstico (los Manuales diagnósticos y estadísticos de los trastornos mentales, o DSM por sus siglas en inglés), esa riqueza y detalle, así como su franqueza fenomenológica, han desaparecido, y en su lugar encontramos escasas notas que no ofrecen una imagen real del paciente o su mundo, sino que lo reducen, a él y a su enfermedad, a una lista de criterios diagnóstico «mayores» y «menores». Los gráficos de la psiquiatría actual que encontramos en los hospitales carecen casi por completo de la profundidad y densidad de información que uno encuentra en los gráficos anteriores, y no son de gran utilidad a la hora de ayudarnos a llevar a cabo una síntesis de la neurociencia y del conocimiento psiquiátrico, algo que tanto necesitamos. Los historiales y los gráficos «antiguos» seguirán siendo, sin embargo, inestimables.” (p. 183; nota 1)
[Wikipedia: Emil Kraepelin (1856-1926) fue un psiquiatra alemán. Ha sido considerado como el fundador de la psiquiatría científica moderna, la psicofarmacología y la genética psiquiátrica.]

Santiago Lorenzo
LAS GANAS
Barcelona, 2014, Blackie Books.



“El ciempiés no es afortunado porque Dios lo pusiera a la distancia exacta del sol para que ni se achicharrara ni se congelara. Primero estaba el sol. Luego el ciempiés se arrimó a donde vio condiciones, y Dios váyase a saber si tiene idea de que el bichito existe. Con María pasó igual. María era el sol. Sólo tenía que transcurrir algo de tiempo para que un artrópodo se le acoplara magnetizado. Las especies son las que se adecúan al medio, y una especie de novios se adosaron al medio placentero que María siempre ha sido. Alguno era muy bello. Al fin, conoció al más válido de todos. Un sujeto admirable y feo como él solo, al que le faltan dos dedos y le sobra mucha oreja. Lo cual jamás ha impedido a María estar convencida de que pasará con él muchas décadas, si no todas. Se llama Jacinto. Viven María y él como les da la gana, derecho reservado a quienes saben qué es lo que les da la gana y qué no.” (pp. 239-240)

Oliver Sacks
EL RÍO DE LA CONCIENCIA (III)
Barcelona, 2019, Anagrama.



“El lunes, 16 de febrero de 2015, podía afirmar que me encontraba bien, en mi estado de salud habitual —al menos con toda la salud y energía que puede esperar disfrutar una persona de ochenta y un años bastante activa—, y ello a pesar de haberme enterado un mes antes de que el cáncer se había extendido a gran parte de mi hígado. Me habían sugerido diversos tratamientos paliativos, tratamientos que podrían reducir la metástasis en el hígado y permitirme unos cuantos meses más de vida. En el caso del tratamiento que decidí probar en primer lugar, mi cirujano, radiólogo intervencionista, introducía un catéter hasta la bifurcación de la arteria hepática y a continuación inyectaba una masa de diminutas gotas en la arteria hepática derecha, que las transportaría hasta las arteriolas más pequeñas, bloqueándolas e interrumpiendo el suministro de sangre y oxígeno necesario para la metástasis: de hecho, matándolas de hambre y asfixiándolas. (Mi médico, muy dotado para las metáforas gráficas, lo comparó a matar ratas en el sótano, o, en una imagen más agradable, a secar los dientes de león del césped de atrás.) Si dicha embolización resultaba ser eficaz y la toleraba, se podría repetir en el otro lado del hígado (los dientes de león del césped delantero) más o menos un mes después.  
   La operación, aunque relativamente benigna, provocaría la muerte de una gran masa de melanocitos (tenía metástasis en casi el cincuenta por ciento de mi hígado). Al morir los melanocitos, liberarían una variedad de sustancias desagradables y dolorosas que luego habría que eliminar, igual que hay que eliminar del cuerpo cualquier material muerto. Esta inmensa tarea de sacar la basura la llevarían a cabo las células del sistema inmunitario —macrófagos— especializadas en envolver la materia ajena o muerta del cuerpo. Mi cirujano me sugirió que las considerara diminutas arañas, en una cantidad de millones o miles de millones, correteando en mi interior para envolver todos los restos del melanoma. Esta enorme tarea celular consumiría toda mi energía, y en consecuencia me sentiría más agotado que nunca, por no hablar del dolor y otros problemas.  
   Me alegro de que me lo advirtiera, pues al día siguiente (el martes 17), poco después de despertar de la embolización —que tuvo lugar con anestesia general—, me asaltó una sensación de terrible cansancio y un acceso de sueño tan repentino que me caía redondo en mitad de una frase o mientras comía, o cuando los amigos que me visitaban hablaban o reían en voz alta a un metro de mí. También, a veces, un delirio se apoderaba de mí en pocos segundos, incluso mientras escribía. Me sentía extremadamente débil e inerte; a veces me quedaba sentado e inmóvil hasta que me ponía en pie y dos ayudantes me hacían caminar. Aunque cuando estaba inmóvil el dolor parecía tolerable, cualquier movimiento involuntario, como un estornudo o un ataque de hipo, producía un estallido, una especie de orgasmo negativo de dolor, a pesar de que, al igual que a todos los pacientes que han sufrido una embolización, me suministraban continuamente narcóticos intravenosos. Esta enorme dosis de narcóticos detuvo toda la actividad intestinal durante casi una semana, con lo que todo lo que comía —no tenía apetito, pero tenía que «tomar algo de alimento», tal como expresaba el personal de enfermería— quedaba retenido dentro de mí.   
   Otro problema —no infrecuente después de la embolización de gran parte del hígado— era que liberaba HAD, una hormona antidiurética que provoca una enorme acumulación de fluido en mi cuerpo. Los pies se me hincharon tanto que ya no los reconocía como pies, y en torno al tronco me salió un edema grueso como un neumático. Esta «hiperhidratación» provocó el descenso de los niveles de sodio en la sangre, lo que probablemente contribuyó a mi delirio. Con todo ello, y una combinación de síntomas distintos —la regulación de la temperatura era inestable, en un momento tenía calor y al siguiente frío—, me sentía fatal. Experimentaba «una sensación de malestar general» elevada a un grado casi infinito. No dejaba de pensar que si tenía que sentirme así a partir de entonces, prefería estar muerto.  
   Después de la embolización permanecí en el hospital durante seis días, y luego me fui a casa. Aunque me sentía peor de lo que me había sentido en toda mi vida, en realidad me sentía un poco mejor, mínimamente mejor, con cada día que pasaba (y todo el mundo me decía, tal como suele hacerse con los enfermos, que tenía un aspecto «estupendo»). Todavía experimentaba tremendos paroxismos de sueño, pero me obligaba a trabajar, y corregía las galeradas de mi autobiografía (aun cuando a veces me quedaba dormido a mitad de frase: la cabeza caía pesadamente sobre el escritorio mientras la mano todavía sujetaba la pluma). Esos días posteriores a la embolización habrían sido muy difíciles de soportar sin esa tarea (que también era una alegría).  
   Al décimo día comencé a mejorar. Por la mañana me sentía fatal, como siempre, pero por la tarde era una persona completamente distinta. Era algo fantástico y totalmente inesperado: nada había presagiado que fuera a ocurrir esa transformación. Recobré algo de apetito, los intestinos comenzaron a funcionar otra vez, y el 28 de febrero y el 1 de marzo experimenté una enorme y deliciosa diuresis, y perdí casi siete kilos en dos días. De repente me encontré lleno de energía física y creativa, y sentí una euforia casi parecida a la hipomanía. Iba y venía por el pasillo de mi edificio de departamentos mientras pensamientos optimistas corrían por mi mente. 
   No sé hasta qué punto eso era un restablecimiento del equilibrio del cuerpo; hasta qué punto un rebote autónomo tras una profunda depresión autónoma; hasta qué punto concurrían otros factores fisiológicos; y hasta qué punto era la pura alegría de escribir. Pero sospecho que mi nuevo estado y mis nuevas sensaciones se parecían a lo que Nietzsche experimentó tras un periodo de enfermedad, que de manera tan lírica expresó en La gaya ciencia:  
   Continuamente expresas gratitud, como si acabara de ocurrir lo inesperado. Es la gratitud de un convaleciente, pues la convalecencia era inesperada [...]. La alegría por las fuerzas que regresan, por una fe renovada en un mañana o en un pasado mañana, por la repentina sensación de que existe un futuro, por las inminentes aventuras, por los mares que vuelven a abrirse.” (pp. 148-152)
[El doctor Sacks falleció el 30-8-2015 como consecuencia del cáncer al que se refiere el texto.]

Javier Marías
BERTA ISLA (III)
Barcelona, 2017, Penguin Random House.


“El pueblo, que a menudo es vil, cobarde e insensato, nunca se atreven los políticos a criticarlo, nunca lo riñen ni le afean su conducta, sino que invariablemente lo ensalzan, cuando poco suele tener de ensalzable, el de ningún sitio. Es sólo que se ha erigido en intocable y hace las veces de los antiguos monarcas despóticos y absolutistas. Como ellos, posee la prerrogativa de la veleidad impune, no responde de lo que vota ni de a quién elige, de lo que apoya, de lo que calla y otorga o impone y aclama. Yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me engañaron y me desviaron. ¿Qué culpa tuvo del franquismo en España, como del fascismo en Italia o del nazismo en Alemania y Austria, en Hungría y Croacia? ¿Qué culpa del stalinismo en Rusia ni del maoísmo en la China? Ninguna, nunca; siempre resulta ser víctima y jamás es castigado (naturalmente no va a castigarse a sí mismo; de sí mismo se compadece y apiada). El pueblo no es sino el sucesor de aquellos reyes arbitrarios, volubles, sólo que con millones de cabezas, es decir, descabezados. Cada una de ellas se mira en el espejo con indulgencia y alega con un encogimiento de hombros; 'Ah, yo no tenía ni idea. A mí me manipularon, me indujeron, me engañaron y me desviaron. Y qué sabía yo, pobre mujer de buena fe, pobre hombre ingenuo'. Sus crímenes están tan repartidos que se desdibujan y se diluyen, y así los autores anónimos están en disposición de cometer los siguientes, en cuanto pasan unos años y nadie se acuerda de los anteriores.” (p. 324-325)

Oliver Sacks
EL RÍO DE LA CONCIENCIA (II)
Barcelona, 2019, Anagrama.



“Freud fue más allá de Jackson al insinuar que en el cerebro no existían centros o funciones autónomos y aislables, sino más bien sistemas que alcanzan metas cognitivas, sistemas que tenían muchos componentes y que se podían crear o modificar enormemente mediante las experiencias del individuo. Teniendo en cuenta, por ejemplo, que nadie nace sabiendo leer y escribir, consideró que no era útil imaginar un «centro» para la escritura (tal como había postulado su amigo y antiguo colega Sigmund Exner); más bien deberíamos pensar en un sistema o sistemas construidos en el cerebro como resultado del aprendizaje (anticipándose de manera sorprendente a la idea de «sistemas funcionales» desarrollada por A. R. Luria, el fundador de la neurofisiología, cincuenta años después).” (p. 87)
[John Hughlings Jackson (1835-1911) fue un neurólogo británico precursor de muchos estudios clave acerca del funcionamiento del sistema nervioso humano. Alexander Luria (1902-1977), por su parte, fue un célebre neuropsicólogo ruso, autor de numerosos e influyentes ensayos sobre las bases funcionales de la actividad cerebral.]
Javier Marías
BERTA ISLA (II)
Barcelona, 2017, Penguin Random House.


“Y en aquellos años la mayoría de los españoles (bueno, los que no habíamos sido franquistas) sentíamos una invencible aversión hacia la policía secreta y un desprecio infinito hacia los infiltrados. Los había habido sólo de una parte, de la dictadura, sólo en una dirección, y habían sido los detestados miembros de la Brigada Político-Social, los llamados 'sociales' para abreviar, que se habían hecho pasar por obreros en las fábricas, por mineros en las minas y por trabajadores en los astilleros, por sindicalistas en los sindicatos ilegales, por militantes o dirigentes en los partidos (clandestinos todos), por presos políticos en las prisiones y por estudiantes en las Universidades. Incluso habían arrastrado a muchos, con su fingido radicalismo, a cometer delitos que sin su presencia y azuzamiento, sus arengas farrucas, su persuasión y su extremismo exhibicionista, jamás habrían cometido. Numerosas personas habían acabado en la cárcel por culpa de aquellos impostores, que no sólo habían actuado como delatores sino también como instigadores, con vistas a agravar las penas que recayeran sobre los 'subversivos' (…) A los sociales les interesaba que la gente pacífica dejara de serlo, que los que iban por libre se organizaran y se asociaran, no se limitaban a averiguar y dar nombres, sino que hincaban las espuelas para desbocar a quienes caían bajo su influencia, y así poder acusarlos de los cargos más graves. También eran los que torturaban y los que arrojaban a detenidos por escaleras o por una ventana, como sucedió con el estudiante de mi época Enrique Ruano y con otros, que según ellos siempre intentaban escapar donde no había escapatoria y se caían o 'saltaban', pese a estar esposados con las manos a la espalda y permanentemente vigilados. Y aquel cuerpo siniestro todavía no había sido enteramente disuelto ni desmantelado, en todo caso a ninguno de sus componentes se lo había castigado ni suspendido ni aún menos juzgado, a lo sumo se les habían buscado destinos y quehaceres más disimulados y acordes con los nuevos tiempos de la democracia.” (pp. 264-265)


 

Oliver Sacks
EL RÍO DE LA CONCIENCIA (I)
Barcelona, 2019, Anagrama.


“Y, sin embargo, de vez en cuando hay algunos que parecen alcanzar una velocidad de pensamiento sobrehumana. Es famoso el caso de Robert Oppenheimer, que cuando los jóvenes físicos acudían a explicarle sus ideas, a los pocos segundos captaba la esencia y las implicaciones de lo que le decían, y los interrumpía y ampliaba sus pensamientos prácticamente en cuanto abrían la boca. Casi todos los que escucharon improvisar a Isaiah Berlin, con su verbo torrencialmente rápido, acumulando una imagen tras otra, una idea tras otra, construyendo enormes estructuras mentales que evolucionaban y se disolvían ante sus propios ojos, tuvieron la sensación de haber sido testigos privilegiados de un pasmoso fenómeno mental. Lo mismo se puede decir de un genio cómico como Robin Williams, cuya capacidad de asociación e ingenio, explosiva e incandescente, parecía despegar y remontar el vuelo a la velocidad de un cohete. En estos casos, sin embargo, hemos de suponer que nos enfrentamos no a la velocidad de células nerviosas individuales y circuitos simples, sino a redes nerviosas de un orden muy superior que superan la complejidad de los superordenadores más grandes.
   No obstante, los humanos, incluso los más rápidos de entre nosotros, poseemos una velocidad limitada por determinantes nerviosos básicos, por células cuya velocidad de ignición también está limitada, y por la limitada velocidad de conducción entre diferentes células y grupos celulares.” (p. 60)

Javier Marías
BERTA ISLA (I)
Barcelona, 2017, Penguin Random House.



“Lo decisivo jamás se muestra, ni siquiera se comunica, o no en su momento; al contrario, se esconde y se silencia siempre, o durante muchísimo tiempo: si acaso se cuenta cuando ya no interesa, cuando es pasado remoto, y a la gente el pasado le trae sin cuidado, cree que no le afecta y que no puede cambiarse, y lleva razón en esto último. Mira: las operaciones más importantes de la Guerra, las que fueron fundamentales para ganarla, son aquellas que se desconocen y que nunca han trascendido, que no constan en los anales y de las que no hay ni rastro. Las que incluso se niega que se efectuaran, con impasible y recomendable cinismo, si salta algún rumor en la prensa o se va de la lengua un vanidoso; faltando a su juramento, eso aparte.” (p. 68)