domingo, 25 de octubre de 2020

Oliver Sacks
EL RÍO DE LA CONCIENCIA (III)
Barcelona, 2019, Anagrama.



“El lunes, 16 de febrero de 2015, podía afirmar que me encontraba bien, en mi estado de salud habitual —al menos con toda la salud y energía que puede esperar disfrutar una persona de ochenta y un años bastante activa—, y ello a pesar de haberme enterado un mes antes de que el cáncer se había extendido a gran parte de mi hígado. Me habían sugerido diversos tratamientos paliativos, tratamientos que podrían reducir la metástasis en el hígado y permitirme unos cuantos meses más de vida. En el caso del tratamiento que decidí probar en primer lugar, mi cirujano, radiólogo intervencionista, introducía un catéter hasta la bifurcación de la arteria hepática y a continuación inyectaba una masa de diminutas gotas en la arteria hepática derecha, que las transportaría hasta las arteriolas más pequeñas, bloqueándolas e interrumpiendo el suministro de sangre y oxígeno necesario para la metástasis: de hecho, matándolas de hambre y asfixiándolas. (Mi médico, muy dotado para las metáforas gráficas, lo comparó a matar ratas en el sótano, o, en una imagen más agradable, a secar los dientes de león del césped de atrás.) Si dicha embolización resultaba ser eficaz y la toleraba, se podría repetir en el otro lado del hígado (los dientes de león del césped delantero) más o menos un mes después.  
   La operación, aunque relativamente benigna, provocaría la muerte de una gran masa de melanocitos (tenía metástasis en casi el cincuenta por ciento de mi hígado). Al morir los melanocitos, liberarían una variedad de sustancias desagradables y dolorosas que luego habría que eliminar, igual que hay que eliminar del cuerpo cualquier material muerto. Esta inmensa tarea de sacar la basura la llevarían a cabo las células del sistema inmunitario —macrófagos— especializadas en envolver la materia ajena o muerta del cuerpo. Mi cirujano me sugirió que las considerara diminutas arañas, en una cantidad de millones o miles de millones, correteando en mi interior para envolver todos los restos del melanoma. Esta enorme tarea celular consumiría toda mi energía, y en consecuencia me sentiría más agotado que nunca, por no hablar del dolor y otros problemas.  
   Me alegro de que me lo advirtiera, pues al día siguiente (el martes 17), poco después de despertar de la embolización —que tuvo lugar con anestesia general—, me asaltó una sensación de terrible cansancio y un acceso de sueño tan repentino que me caía redondo en mitad de una frase o mientras comía, o cuando los amigos que me visitaban hablaban o reían en voz alta a un metro de mí. También, a veces, un delirio se apoderaba de mí en pocos segundos, incluso mientras escribía. Me sentía extremadamente débil e inerte; a veces me quedaba sentado e inmóvil hasta que me ponía en pie y dos ayudantes me hacían caminar. Aunque cuando estaba inmóvil el dolor parecía tolerable, cualquier movimiento involuntario, como un estornudo o un ataque de hipo, producía un estallido, una especie de orgasmo negativo de dolor, a pesar de que, al igual que a todos los pacientes que han sufrido una embolización, me suministraban continuamente narcóticos intravenosos. Esta enorme dosis de narcóticos detuvo toda la actividad intestinal durante casi una semana, con lo que todo lo que comía —no tenía apetito, pero tenía que «tomar algo de alimento», tal como expresaba el personal de enfermería— quedaba retenido dentro de mí.   
   Otro problema —no infrecuente después de la embolización de gran parte del hígado— era que liberaba HAD, una hormona antidiurética que provoca una enorme acumulación de fluido en mi cuerpo. Los pies se me hincharon tanto que ya no los reconocía como pies, y en torno al tronco me salió un edema grueso como un neumático. Esta «hiperhidratación» provocó el descenso de los niveles de sodio en la sangre, lo que probablemente contribuyó a mi delirio. Con todo ello, y una combinación de síntomas distintos —la regulación de la temperatura era inestable, en un momento tenía calor y al siguiente frío—, me sentía fatal. Experimentaba «una sensación de malestar general» elevada a un grado casi infinito. No dejaba de pensar que si tenía que sentirme así a partir de entonces, prefería estar muerto.  
   Después de la embolización permanecí en el hospital durante seis días, y luego me fui a casa. Aunque me sentía peor de lo que me había sentido en toda mi vida, en realidad me sentía un poco mejor, mínimamente mejor, con cada día que pasaba (y todo el mundo me decía, tal como suele hacerse con los enfermos, que tenía un aspecto «estupendo»). Todavía experimentaba tremendos paroxismos de sueño, pero me obligaba a trabajar, y corregía las galeradas de mi autobiografía (aun cuando a veces me quedaba dormido a mitad de frase: la cabeza caía pesadamente sobre el escritorio mientras la mano todavía sujetaba la pluma). Esos días posteriores a la embolización habrían sido muy difíciles de soportar sin esa tarea (que también era una alegría).  
   Al décimo día comencé a mejorar. Por la mañana me sentía fatal, como siempre, pero por la tarde era una persona completamente distinta. Era algo fantástico y totalmente inesperado: nada había presagiado que fuera a ocurrir esa transformación. Recobré algo de apetito, los intestinos comenzaron a funcionar otra vez, y el 28 de febrero y el 1 de marzo experimenté una enorme y deliciosa diuresis, y perdí casi siete kilos en dos días. De repente me encontré lleno de energía física y creativa, y sentí una euforia casi parecida a la hipomanía. Iba y venía por el pasillo de mi edificio de departamentos mientras pensamientos optimistas corrían por mi mente. 
   No sé hasta qué punto eso era un restablecimiento del equilibrio del cuerpo; hasta qué punto un rebote autónomo tras una profunda depresión autónoma; hasta qué punto concurrían otros factores fisiológicos; y hasta qué punto era la pura alegría de escribir. Pero sospecho que mi nuevo estado y mis nuevas sensaciones se parecían a lo que Nietzsche experimentó tras un periodo de enfermedad, que de manera tan lírica expresó en La gaya ciencia:  
   Continuamente expresas gratitud, como si acabara de ocurrir lo inesperado. Es la gratitud de un convaleciente, pues la convalecencia era inesperada [...]. La alegría por las fuerzas que regresan, por una fe renovada en un mañana o en un pasado mañana, por la repentina sensación de que existe un futuro, por las inminentes aventuras, por los mares que vuelven a abrirse.” (pp. 148-152)
[El doctor Sacks falleció el 30-8-2015 como consecuencia del cáncer al que se refiere el texto.]