viernes, 12 de noviembre de 2021

Annie Ernaux
LA PLACE
Paris, 1983, Gallimard.



«Personne à Y..., dans les classes moyennes, commerçants du centre, employés de bureau, ne veut avoir l'air de «sortir de sa campagne». Faire paysan signifie qu'on n'est pas évolué, toujours en retard sur ce qui se fait, en vêtements, langage, allure. Anecdote qui plaisait beaucoup: un paysan, en visite chez son fils à la ville, s'assoit devant la machine à laver qui tourne, et reste là, pensif, à fixer le linge brassé derrière le hublot. A la fin, il se lève, hoche la tête et dit à sa belle-fille: «On dira ce qu'on voudra, la télévision c'est pas au point.»
(…)
    Lui et ma mère s'adressaient continnuellement la parole sur un ton de reproche, jusque dans le souci qu'ils avaient ľun de l'autre. «Mets ton cache-nez pour dehors!» ou «Reste donc assise un peu!», on aurait dit des injures. Ils chicanaient sans cesse pour savoir qui avait perdu la facture du limonadier, oublié ďéteindre dans la cave. Elle criait plus haut que lui parce que tout lui tapait sur le systéme, la livraison en retard, le casque trop chaud du coiffeur, les régles et les clients. Parfois: «Tu n'étais pas fait pour être commerçant» (comprendre: tu aurais dû rester ouvrier). Sous ľinsulte, sortant de son calme habituel: «CARNE! J'aurais mieux fait de te laisser où tu étais.» Échange hebdomadaire: Zero! — Cinglée!
    Triste individu! — Vieille garce!
    Etc. Sans aucune importance.
   On ne savait pas se parler entre nous autrement que ďune manière râleuse. Le ton poli réservé aux étrangers. Habitude si forte que, tâchant de s'exprimer comme il faut en compagnie de gens, mon pere retrouvait pour m'interdire de grimper au tas de cailloux un ton brusque, son accent et des invectives normandes, détruisant le bon effet qu'il voulait donner. Il n'avait pas appris à me gronder en distingué et je n'aurais pas cru à la menace d'une gifle proférée sous une forme correcte.”
(pp. 48-50)


“Nadie en Y,,,, de la clase media, comerciantes del centro, oficinistas, quería parecer «salido del campo». Parecer de pueblo significa no haber evolucionado, vivir siempre atrasado en todo lo que se hace, en la ropa, en el lenguaje, en la forma de moverse. Una anécdota que gustaba mucho: un campesino, de visita en casa de su hijo en la ciudad, se sienta delante de la lavadora en marcha, y permanece así, pensativo, observando agitarse la colada detrás de la puerta. Al final se levanta, sacude la cabeza y le dice a su nuera: «Se diga lo que se diga, la televisión todavía no está a punto.»
(…)
    Él y mi madre siempre se dirigían la palabra en tono de reproche, incluso cuando se preocupaban el uno por el otro. «¡Ponte la bufanda por fuera!» o «Quédate sentada un poco», parecían insultos. Discutían sin parar por saber quién había perdido la factura del proveedor de refrescos o quién había olvidado apagar la luz de la bodega. Ella gritaba más alto que porque todo le sacaba de quicio, el reparto con retraso, el secador demasiado caliente de la peluquería, el periodo y los clientes. A veces: «Tú no estàs hecho para ser comerciante» (entiéndase: deberías haber seguido siendo obrero). Bajo el insulto, saliendo de su calma habitual: ¡PILTRAFA! Mejor tendría que haberte dejado donde estabas. Intercambio semanal: ¡Nulidad!- ¡Chalada!
    ¡Canalla! - ¡Vieja pécora!
    Etc. Nada de importancia.
   Entre nosotros solo sabíamos hablar de manera gruñona. El tono educado quedaba para los de afuera. Este hábito era tan fuerte que, tratando de expresarse debidamente con la demás gente, si mi padre tenía que prohibirme trepar a un montón de piedras, recuperaba su tono brusco con sus acento y sus insultos normandos, destruyendo así el buen efecto que pretendía causar. Él no sabía reprenderme de manera cortés, y yo no me habría tomado en serio la amenaza de una bofetada proferida de forma correcta.”
[La traducción es mía.]


Ana Iris Simón
FERIA (II)
Madrid, 2021, Círculo de Tiza.


“En segundo de primaria, cuando tenía siete años e iba al Vicente Aleixandre, se nos coló un ratón en clase. Estábamos dando Inglés y de pronto cruzó el aula y todos empezamos a gritar y a saltar de la silla, incluida la pobre Isabel, nuestra profesora, que se subió a un pupitre. Cuando Marcial el conserje consiguió echar al ratón ya nos tocaba Lengua, y Rosa, nuestra tutora, que nos daba también Mates y Cono, nos mandó de deberes una redacción del incidente.
    Cuando llegué a casa y le conté a mi padre muy excitada y moviendo mucho las manos que se nos había colado un ratón en clase y que tenía que escribir una redacción sobre ello, él me dijo que si nosotros nos habíamos llevado un susto me imaginara el pánico que habría sentido él al ver a una veintena de humanos, incluida una profesora de inglés, saltando de sus sillas. Entonces me subí a mi cuarto y, aunque dudé un poco al principio, porque Rosa nos había dicho que escribiéramos cómo había sido para nosotros y no para el ratón aquello, empecé a escribir la historia desde su punto de vista, desde el punto de vista del roedor. Al día siguiente, cuando la leí en clase, mis compañeros me aplaudieron y gané un diccionario Vox con las tapas naranjas y un estuche, porque Rosa no nos lo había contado, pero había premio. Esa tarde, cuando llegué a casa y le conté a mi padre, de nuevo muy excitada y moviendo mucho las manos, que me habían aplaudido y que había ganado un diccionario Vox y un estuche, me respondió que muy bien, pero que no me hiciera la chulita.” (pp. 148-149)



 

Charles Willeford
GALLO DE PELEA (II)
Barcelona, 2015, Sajalín.



“Al joven giro le gustaba pelear con hombres y me picó en la muñeca antes de que pudiera agarrarlo bien por los muslos con la mano izquierda. En un momento lo tuve firmemente sujeto contra mi pierna, de modo que ya no pudo picarme más. Con torpeza, extendí sus patas sobre el tajo de fuera, y a continuación se las corté de un hachazo a la altura de los codos.
   Al reunirme con Omar en el reñidero, este puso los ojos castaños como platos hasta que parecieron dos ágatas bañadas en aceite.
  -¡Dios bendito, Frank! No esperarás que pelee sin patas, ¿verdad?
  Asentí y franqueé la valla del reñidero. Coloqué al giro sobre mi brazo izquierdo, sujetándole los muñones con la mano derecha, y adelanté la barbilla para indicar que comenzáramos a carear. Omar arrimó al cenizo y el giro le arrancó un puñado de plumas con el pico.
  Careamos a los gallos hasta que afluyó su arraigada combatividad natural, y entonces dejé al giro en el suelo y le quité a Omar el cenizo. El cenizo estaba impaciente por abalanzarse sobre su contrincante amputado, pero lo sujeté fuerte por la cola y no dejé que se le acercará más que a lo que alcanzaba el pico. Cuando el giro se removía hacia él, yo le hacía recular tirándole de la cola. Sin patas, el giro no tenía equilibrio ni impulso para volar, y aunque batía las alas con furia no lograba sostenerse erguido. Constantemente se daba de bruces, y, tras un rato de lucha corajuda, se rindió por completo. Dejé que el cenizo se le acercara, sujetándolo todavía por la cola. El giro picaba sin parar, aunque había renunciado a tratar de sostenerse con los muñones. Al fin solté al cenizo, que describió un arco corto en el aire y aterrizó, espoleando, en medio del dorso del giro. El cenizo, teniendo al gallo postrado y bien sujeto con el pico, lo pateaba metódicamente con las botanas lo bastante fuerte como para que los golpes produjeran sonidos secos. Aquella era la primera vez que veía al cenizo en acción. Pensé que Ed Middleton me había hecho un verdadero favor regalándome a ese guerrero que había estado convaleciente. Un gallo que espoleaba con la precisión mortífera de ese cenizo Middleton podía ganar muchas peleas en la arena.
  El giro estaba demasiado indefenso para repeler el ataque del cenizo, así que cogí el ave calzada con botanas y se la di a Omar para que la sujetara un momento. Me saqué la lata de gas para cargar mecheros del bolsillo trasero del pantalón y rocié con abundante líquido al giro Mellhorn. Encendí el mechero, se lo apliqué al gallo y su plumaje ardió en llamas aceitosas.
  Omar me devolvió al cenizo y lo solté contra el ave en llamas desde la marca en el lado opuesto de la arena. Avanzó con las alas tiesas hacia el giro postrado, alargando el pescuezo y con la cabeza gacha cerca del suelo. El fuego le desconcertaba y preocupaba, y le daba miedo tirar con las botanas. Sin embargo, el cenizo picó ferozmente la cabeza del giro, aunque estuviera en llamas, y en su primer picotazo logró arrancarle un ojo.
  El giro probó otra vez a incorporarse, batiendo las alas en llamas, pero sus esfuerzos vehementes solo lograban avivar el fuego. El hedor acre y ácido de las plumas abrasadas llenaba el aire. Al tiempo que agarraba la cola del cenizo con la mano derecha, me tapé la nariz con la izquierda. Las llamas se iban extinguiendo y el giro yacía cada vez más quieto. Las plumas chamuscadas salpicaban su cuerpo desnudo como cerillas usadas o clavillos, y por un momento creía que había muerto. Pero al dejar que el cenizo furioso estrechara la distancia que los separaba a ambos, el Mellhorn moribundo alzó la cabeza y dio un picotazo ciego en la dirección aproximada del cenizo que se acercaba. Con aquella última acometida, un picotazo débil que le obligó a despegar la cabeza del suelo apenas dos centímetros, murió.” (pp. 189-192)

[Gallo giro: cualquier gallo de pelea de tono oscuro y con plumas de color amarillo o plateado en la zona de su cuello y alas. (criadeaves.com)]



Ana Iris Simón
FERIA (I)
Madrid, 2021, Círculo de Tiza.



“Creo que si Hilario hubiera podido estudiar y no se hubiera tenido que poner a trabajar con diez años habría sido profesor, aunque la paciencia no fuera su mayor virtud. Maestro, habría sido maestro. (…) Y el día que murió, murió también buena parte de nuestra memoria, y mi padre me pidió que escribiera algo para leer en el cementerio porque a Hilario no se le podía dar misa, con todos los improperios que había lanzado no solo contra Dios, sino también contra «todos los santos en hilera» y en ocasiones incluso contra «la virgen puta», en la que también se cagaba si la ocasión lo merecía.
   En los Simones, y esa es otra de las enseñanzas que no se explicitan, la blasfemia tiene grados, según lo grave que sea aquello que lo provoca o lo envalentonado que esté uno: me cago en Dios, me cago en Dios y en Cristo a caballo, me cago en Dios y en todos los santos en hilera y me cago en Dios y en la virgen puta.” (p. 65)

Steven Weinberg
PLANTAR CARA (II)
Barcelona, 2003, Paidós.



“Con o sin la religión, la buena gente se puede comportar bien y la mala gente puede hacer el mal, pero para que la buena gente haga el mal, para eso se requiere la religión.
(…)
Estoy por completo a favor de un diálogo entre la ciencia y la religión, pero no de un diálogo constructivo. Uno de los grandes logros de la ciencia ha sido, si no hacer imposible para la gente inteligente ser religiosa, al menos hacer posible para ellos no ser religiosos. No debemos apartarnos de este logro.” (p. 242)

Charles Willeford
GALLO DE PELEA (I)
Barcelona, 2015, Sajalín.



“Tiene gracia. Uno puede hacerle una promesa a su Dios y romperla cinco minutos después sin pararse a pensar en ello nunca más. Uno puede faltar también a promesas solemnes hechas a su madre, esposa o ser más querido con un indolente encogimiento de hombros y, salvo por una punzada de mala conciencia leve y momentánea, tampoco preocuparse demasiado. Pero si alguna vez uno rompe una promesa consigo mismo, se desintegra. Toda su personalidad y carácter se hacen pedazos, y nunca vuelve a ser el mismo. ” (p. 93)