ALMUERZO DE VAMPIROS
Madrid, 2007, Alfaguara.
"<<Me
dejé llorar>>. La expresión es la
apropiada y no la inventé yo. Fue lo que el profesor me aconsejó, desde su
mecedora:
-Déjese llorar, amigo, déjese.
Así es que lloré. Cerré los ojos y lloré. Con sollozos largos, hipados,
con los mocos cayéndoseme, lloré como no lo había hecho en los dos años que
habían transcurrido desde que mi madre murió.
También lloré con rabia, con mucha ira, contenida hasta entonces. Y esto
lo sabía asimismo, de algún modo, el profesor, porque me pasó el brazo sobre
los hombros (ni siquiera advertí cuando vino a sentarse a mi lado) y me dijo,
él, que nunca usaba una palabrota:
-Qué gran cagada.
-Sí.
-No se llevó bien con ella,
¿verdad?
-No.
-Natural. Hijo único del hombre
que la había dejado…
-Me decía que yo era… -empecé,
pero un sollozo me hizo callar.
-Igualito a su padre, le apuesto.
-Al cabrón, lo llamaba ella.
-Y usted sentía que la odiaba.
-Soñaba con matarla –reconocí, y
precisé-: Con un hacha.
(…)
-Lástima –me dijo, palmeándome la
espalda con su mano sin peso y ofreciéndome un pañuelo con la otra.
-¿Lástima qué?
-Que no la vio envejecer,
achicarse, debilitarse. Perder ese poder sobre usted.
Lo miré sin entender. Pero seguro de que él sí me entendía.
-El tiempo odia por nosotros,
amigo. Nos quita ese hacha. Y perdona.” (pp. 100-101)
“El desierto de los tártaros. (…) Se vive para nada, haciendo
guardia en el desierto, y esperando una invasión que no acaba de llegar, o que
llegará demasiado tarde para nosotros. Yo me siento como el teniente Drogo, que
a poco de llegar a la remota fortaleza (ese laberinto de tierra amarilla en
algún desierto innominado) intenta a toda costa conseguir un certificado médico
que lo releve de su puesto. Pero ya es demasiado tarde, nunca se irá de allí.
Enfermará del mismo mal que consume a los demás soldados: la espera sin
esperanzas.” (pp. 123-124)
“La madurez es la muerte de la
sensibilidad a manos de la experiencia” (p. 235)