sábado, 16 de agosto de 2014

Haruki Murakami
CRÓNICA DEL PÁJARO QUE DA CUERDA AL MUNDO
Barcelona, 2006, Tusquets.
 


Cuando uno se acostumbra a no conseguir nunca lo que desea, ¿sabes qué pasa? Que acaba por no saber incluso lo que quiere.” (p. 82)

“Pero yo detestaba leer sus escritos, ver su imagen en televisión. Tenía ingenio, sin duda, y también talento. Eso lo reconozco incluso yo. Con cuatro palabras dejaba en un santiamén fuera de combate a su oponente. Poseía un instinto animal para saber a cada instante la dirección del viento que soplaba. Pero cuando escuchabas sus opiniones o leías sus escritos con atención, comprendías enseguida que Noboru Wataya carecía de coherencia. No tenía una visión del mundo asentada en convicciones profundas. Era un mundo construido combinando diversos sistemas superficiales de pensamiento. En un instante podía cambiar a su gusto la combinación según la necesidad del momento. Unas combinaciones y permutaciones intelectuales muy ingeniosas. Tanto, que casi podría calificárselas de artísticas. Pero para mí, si se me permite decirlo, no eran más que un simple juego. La única coherencia en sus opiniones era la sistemática falta de coherencia, y la única visión del mundo era una visión del mundo que no precisaba visión del mundo. Esta vaciedad constituía, paradójicamente, su patrimonio intelectual. Coherencia y una firme visión del mundo no eran necesarias en la lucha operativa intelectual de los medios de comunicación cuyo tiempo se fragmenta en segundos.” (p. 86)

“Para la opinión pública, la coherencia es algo del todo prescindible. Lo que la gente reclama es que aparezca en pantalla una lucha de gladiadores intelectuales, y lo que quiere ver allí es cómo corre, roja, de modo espectacular, la sangre. Que alguien diga el lunes una cosa y la contraria el jueves es algo que no tiene la menor importancia.” (p. 87)

“El amanecer en Mongolia es algo magnífico. En un instante, el horizonte se convierte en una débil línea que flota en la oscuridad y, después, la línea sube más y más. Como si, desde el cielo, se alargara una gran mano que levantase despacio el velo de la noche de la superficie de la tierra. Era una vista sublime. Esa majestuosidad, como he dicho antes, sobrepasaba de lejos los límites de mi conciencia como ser humano. Contemplando el alba, sentí cómo mi vida se desdibujaba poco a poco, diluyéndose en la nada.” (p. 157)