sábado, 3 de enero de 2015


Toni Morrison
LA CANCIÓN DE SALOMÓN
Barcelona, 2004, Random House Mondadori



“En las noches de otoño, el viento que viene del lago lleva un aroma dulzón a la orilla en algunos barrios de la ciudad. Un aroma que recuerda el olor del jengibre cristalizado, del té helado con azúcar y clavo. Nada explica la existencia de ese olor porque el lago, aquel 19 de septiembre de 1963, estaba tan contaminado por los desechos de las fábricas y los residuos químicos de una fábrica de plásticos, que la melena de los sauces próximos a la orilla estaba reseca y lánguida. Las carpas llegaban a ella flotando vientre arriba y los médicos de la Misericordia sabían, aunque no lo hicieran público, que una infección del oído era cosa segura para los que nadaran en aquellas aguas.
    Y, sin embargo, ese pesado aroma dulzón y como a especias, que hacía pensar en Oriente, en tiendas de campaña con listas de colores, y en tintineos de ajorcas de tobillos, existía. Hacía mucho tiempo que las gentes que vivían cerca del lago no lo percibían porque desde que hicieran su aparición los acondicionadores de aire habían cerrado las ventanas y dormían un sueño ligero bajo el ronroneo de los motores. Y así el jengibre azucarado atravesaba las calles sin que nadie lo notara. Pasaba en torno a los árboles, por encima de los tejados, y, al fin, disminuido y débil, llegaba a los barrios del sur. Allí, donde algunas casas no tenían siquiera tela metálica y menos aún acondicionadores, las ventanas se abrían a todo lo que la noche tuviera que ofrecer. Y allí el olor a jengibre era muy fuerte, tan fuerte que alteraba los sueños y hacía creer al que dormía que las cosas que más deseaba las tenía allí mismo, al alcance de la mano. Los vecinos de los barrios del sur que en tales noches estaban despiertos sabían que ese aroma daba a sus pensamientos y acciones una calidad de intimidad y al mismo tiempo de lejanía.” (p. 241)

“Había venido no se sabía de dónde, ignorante como un cubo, sin cinco en el bolsillo. No traía más que su certificado de liberto, una Biblia y una hermosa mujer de pelo negro, pero al cabo del año arrendaba ya diez acres de terreno y otros diez más al siguiente. Dieciséis años después tenía una de las mejores fincas del condado de Montour. Una finca que iluminaba sus vidas como un pincel de pintor y que les hablaba como un sermón. «¿Lo veis? –les decía la finca-. ¿Lo veis? ¿Veis lo que podéis hacer? No importa que no sepáis distinguir una letra de otra, no importa que hayáis nacido esclavos, no importa que hayáis perdido vuestro nombre, no importa que vuestros padres hayan muerto, nada de eso importa. Esto. Esto es lo que un hombre puede hacer si se empeña, si pone en ello la cabeza y el esfuerzo. Dejad de quejaros –les decía-. Dejad de contentaros con las migajas del mundo. Aprovechaos de las ventajas y sino, de las desventajas. Vivimos aquí. En este planeta, en este país, en este condado. No vivimos más que aquí. Tenemos una casa sobre estas piedras, ¿no lo veis? En mi casa nadie tiene hambre. En mi casa nadie llora. Y si yo tengo una casa, vosotros también podéis tenerla. ¡Cogedla! ¡Coged esta tierra! Tomadla, agarradla, hermanos, hacedla, hermanos, agitadla, apretadla, revolvedla, retorcedla, golpeadla, pateadla, besadla, batidla, pisoteadla, cavadla, aradla, sembradla, cosechadla, arrendadla, compradla, vendedla, poseedla, construid sobre ella, multiplicadla y transmitidla. ¿Me oís? ¡Transmitidla! »  
   Pero le saltaron la tapa de los sesos y se comieron sus melocotones de Georgia.” (p. 305)