sábado, 26 de octubre de 2019

Margaret Atwood
EL CUENTO DE LA CRIADA (III)
Barcelona, 2017, Salamandra.



“Fue después de la catástrofe, cuando le dispararon al presidente, ametrallaron el Congreso y el ejército declaró el estado de excepción. En ese momento culparon a los fanáticos islamistas.
  Hay que conservar la calma, aconsejaban por la televisión. Todo está bajo control.
  Yo no daba crédito. Como todo el mundo, ya lo sé.
  Era difícil de creer. El gobierno entero se había esfumado. ¿Cómo lo lograron, cómo ocurrió?
  Fue entonces cuando suspendieron la Constitución. Dijeron que sería algo transitorio. Ni siquiera había disturbios callejeros. Por la noche la gente se quedaba en su casa viendo la televisión y esperando instrucciones. No existía un enemigo al cual denunciar.
  Ten cuidado, me advirtió Moira por teléfono. Se acerca.
  ¿Qué es lo que se acerca?, pregunté.
  Espera y verás, repuso. Lo tienen todo planeado. Tú y yo terminaremos ante el paredón, querida. Estaba citando una frase típica de mi madre, pero no pretendía sonar graciosa.” (pp. 242-243)
Robert Walser
JAKOB VON GUNTEN
Madrid, 2003, Siruela.



“Aquí se aprende muy poco, falta personal docente y nosotros, los muchachos del Instituto Benjamenta, jamás llegaremos a nada, es decir que el día de mañana seremos todos gente muy modesta y subordinada. La enseñanza que nos imparten consiste básicamente en inculcarnos paciencia y obediencia, dos cualidades que prometen escaso o ningún éxito. Éxitos interiores, eso sí. Pero ¿qué ventaja se obtiene de ellos? ¿A quién dan de comer las conquistas interiores? A mí me encantaría ser rico, pasear en berlina y malgastar dinero.” (p. 9)

“¡Qué sueño más horrible tuve hace unos días! Soñé que me había convertido en un hombre muy malo, perverso, ¿cómo así?, no lograba explicármelo. Era un ser brutal de pies a cabeza, un trozo de carne humana emperejilado, torpe, cruel. Estaba gordo y, por lo visto, las cosas me iban viento en popa. Anillos centelleaban en los dedos de mis deformes manos, y de mi barriga pendían, negligentemente, quintales de carnosa dignidad. Me sentía plenamente autorizado a impartir órdenes y dar rienda suelta a mis caprichos. A mi lado, sobre una mesa ricamente servida, brillaban objetos dignos de una voracidad y dipsomanía insaciables, botellas de vino y licores, así como los más refinados platos fríos. Me bastaba con estirar la mano, cosa que de rato en rato hacía. En los cuchillos y tenedores se habían pegado las lágrimas de mis enemigos ajusticiados, y al tintineo de los vasos se unían los sollozos de innumerables desgraciados; sin embargo, las estelas de las lágrimas sólo me hacían reír, mientras que los sollozos de desesperación adquirían un sonido musical a mis oídos. Necesitaba música para amenizar el banquete, y la tenía. En apariencia, había hecho excelentes negocios a costa del bienestar de otros, lo cual me producía un gozo profundo y visceral. ¡Oh, cómo me complacía la idea de haber dejado en el aire a varios de mis congéneres! Y cogí una campanilla y llamé. Un anciano entró…, perdón, se introdujo a rastras —era la sabiduría de la vida—, y a rastras se llegó hasta mis botas, para besármelas. Y yo se lo permití a ese ser degradado. Pensad un poco: la experiencia, principio noble y bueno entre todos, lamiéndome los pies. Es lo que yo llamo ser rico. Y como me vino en gana, volví a llamar, pues sentía, no sé bien dónde, un acuciante deseo de divertirme; y apareció una tierna jovencita, un auténtico bocado para un libertino como yo. Dijo llamarse «inocencia infantil» y, mirando furtivamente el látigo que había a mi lado, empezó a besarme, lo que me reanimó a un grado increíble. El miedo y la corrupción precoz aleteaban en sus hermosos ojos de cierva. Cuando tuve bastante, volví a llamar y entró un joven esbelto y bello, pero pobre: el lado serio de la vida. Era uno de mis lacayos, y yo, frunciendo el ceño, le ordené que hiciera pasar a esa fulana, ¿cómo se llamaba?, ah, sí, las ganas de trabajar. Poco después hizo su entrada el empeño, y me di el gusto de asestarle a ese hombre íntegro, a ese trabajador de extraordinario físico, un sonoro latigazo en el centro de la plácida y expectante cara: ¡para morirse de risa! Y él, que era el afán, la prístina energía creadora, lo toleró sin protestar. Cierto es que luego le invité a un vaso de vino con gesto perezoso y altanero, y el pobre idiota bebió a sorbos el vino de la vergüenza. «Anda, trabaja para mí», le dije, y él obedeció. Luego compareció la virtud, figura femenina de una belleza avasalladora para todo el que aún no esté completamente congelado. Entró llorando; yo la senté en mis rodillas e hice disparates con ella. Cuando le hube robado su inefable tesoro, el ideal, la eché entre expresiones de sarcasmo y, a un silbido mío, se presentó Dios en persona. «¿Cómo? ¿Tú también?», grité, y me desperté bañado en sudor...” (pp. 69-70)



Margaret Atwood
EL CUENTO DE LA CRIADA (II)
Barcelona, 2017, Salamandra. 

 
“En la esquina existe una tienda llamada Pergaminos Espirituales. Es un santuario: hay Pergaminos Espirituales en el centro de cada ciudad, en cada suburbio, o eso dicen. Deben de producir pingües beneficios. 
  El escaparate de Pergaminos Espirituales es de cristal inastillable. Detrás de él se ven varias hileras de máquinas impresoras; estas máquinas se conocen con el nombre de Rollos Sagrados, pero sólo entre nosotras, porque es un nombre irrespetuoso, un mote. Lo que imprimen las máquinas son plegarias, rollos y más rollos que nunca terminan de salir. Los pedidos se hacen por Compufono; un día, por casualidad, oí que la Esposa del Comandante lo hacía. El hecho de pedir plegarias a Pergaminos Espirituales es una muestra de piedad y lealtad al régimen, de modo que, naturalmente, las Esposas de los Comandantes lo hacen muy a menudo. Beneficia las carreras de sus esposos. 
  Existen cinco tipos diferentes de plegarias: para la salud, la riqueza, una muerte, un nacimiento, un pecado. Escoges la que quieres, marcas el número de tu cuenta para que te carguen el importe, y luego indicas la cantidad de copias que deseas de la plegaria. 
  Mientras imprimen las plegarias, las máquinas hablan; si quieres, puedes entrar y escuchar sus voces inexpresivas y metálicas que repiten la misma cantinela una y otra vez. Cuando las plegarias han sido pronunciadas e impresas, el papel vuelve a entrar por otra ranura y se recicla para un nuevo uso. En el interior del edificio no hay nadie: las máquinas funcionan solas. Desde afuera no se oyen; sólo llega un murmullo, un canturreo, como el de una devota multitud arrodillada. Cada máquina tiene pintado al costado un ojo dorado, flanqueado por dos pequeñas alas del mismo color.” (pp. 233-234)

José María Merino
UN LUGAR SIN CULPA
Madrid, 2007, Alfaguara.



“La gente era como ha sido siempre la gente, la condición inteligente, el progreso material, no llevan consigo el progreso moral, cada generación humana está preparada para causar el mismo horror que cualquier otra de sus antecesoras, desde el origen mismo de la especie, (…) los humanos somos mucho más sanguinarios y crueles que las lagartijas, porque estamos acosados por la inclemencia de sentirnos tiempo, algo que se extingue enseguida.
   De la rabia de saberse tiempo sale toda la furia, el odio es tiempo, el hambre es tiempo, el ser humano concibe el infinito en forma de tiempo que transcurre sin concluir, como el infierno para nosotros es tiempo, tiempo de sufrimiento que no se agota, somos incapaces de imaginarnos fuera del tiempo, las pasiones son tiempo, de puro tiempo están hechas tanto la esperanza como la desesperación, la avaricia, la crueldad” (p. 25)
Margaret Atwood
EL CUENTO DE LA CRIADA (I)
Barcelona, 2017, Salamandra.



“Recuerdo un programa de televisión que vi una vez, una reposición de un programa hecho varios años antes. Yo debía de tener siete u ocho años, era demasiado joven para entenderlo. Era el tipo de programa que a mi madre le encantaba ver: histórico, educativo. Más adelante intentó explicármelo, contarme que las cosas que se veían allí habían ocurrido realmente, pero para mí no era más que un cuento, creía que alguien se lo había inventado. Supongo que todos los niños piensan lo mismo de cualquier historia anterior a su propia época. Si sólo es un cuento, parece menos espantoso.
   Era un documental sobre una de aquellas guerras. Entrevistaban a la gente y mostraban fragmentos de películas de la época, en blanco y negro, y fotografías. No recuerdo mucho del documental, pero aún conservo en mi memoria la textura de las imágenes, en las que todo parecía cubierto por una mezcla de luz del sol y polvo, y lo oscuras que eran las sombras bajo las cejas y los pómulos.
   Las entrevistas a las personas que aún estaban vivas habían sido rodadas en color. La que mejor recuerdo es la que le hacían a una mujer que había sido amante del jefe de uno de los campos donde encerraban a los judíos antes de matarlos. En hornos, según decía mi madre; pero no había ninguna imagen de los hornos, de modo que me formé el concepto, algo confuso, de que esas muertes habían tenido lugar en la cocina. Para un niño, una idea así encierra algo especialmente aterrador. Los hornos sirven para cocinar, y cocinar es lo que se hace antes de comer. Me imaginaba que a aquellas personas se las habían comido. Y supongo que, en cierto modo, es lo que les ocurrió.” (p. 207)

martes, 8 de octubre de 2019

Leonardo Sciascia
EL TEATRO DE LA MEMORIA
Barcelona, 2009, Tusquets.



“Quien ha vivido una experiencia como la guerra está siempre e incansablemente dispuesto a recordar, a contar; en cambio, una vida que año tras año transcurre igual a sí misma, sin lances dramáticos, sin peligros, sin traumas, deja pocos y ocasionales recuerdos, aislados, intermitentes. Una tempestad en el mar no la olvida nadie y hasta un idiota sabe contarla; pero para hablar de la tempestad en una copa de champán hay que tener el talento de Proust.” (p. 86)
Joyce Carol Oates
REY DE PICAS. UNA NOVELA DE SUSPENSE
Barcelona, 2016, Alfaguara.



“A la larga tuve que contárselo. Confesar, confiar en ella.
  Fue después de tomar la decisión de casarnos. Cuando quedó claro que si no se lo contaba yo lo haría otra persona.
  A mitad de mi relato, pareció que me faltaban las palabras.
  No había manera de hablar de aquello. Nunca había sido posible hablar de aquello.
  Perdió el equilibrio en el trampolín más alto y cayó al vacío.
  Fue un accidente, nadie tuvo la culpa.
  Habíamos estado nadando en la presa de Catamount Park y luego trepé por las rocas hasta un sitio donde el agua era más profunda y donde había un trampolín improvisado a unos cinco metros de la superficie.
  Los que andaban por allí eran gente mayor. Nunca chicas ni chicos de la edad de Evan.
  ¿Por qué había tenido que seguirme? Le dije que se volviera.
  La mayoría de la gente no se tiraba de cabeza sino que se limitaba a saltar con los pies por delante. Eso fue lo que yo hice; me tapé la nariz y salté. Evan también iba a saltar, pero al llegar al extremo del trampolín se quedó inmóvil. Como los chicos le gritaban que saltara, me avergoncé de mi hermano pequeño y fui hacia él por el trampolín, aunque no para empujarlo, desde luego. Solo bromeaba, por supuesto. Claro está que no le empujé.
  Si llegué a tocarlo, fue solo con dos dedos por debajo de la cintura para darle un empujoncito porque estaba tardando demasiado.
  Debió de asustarse, perdió el equilibrio, cayó de lado, se dio en la cabeza con el borde del trampolín y entró en el agua con un ángulo que empeoró la fractura -un crío delgadito capaz de nadar como un pez pero desmadejado ya, sin vida-, de manera que se hundió como una piedra en donde la presa era más profunda y nunca volvió a respirar.
  Los testigos dieron distintas versiones, pero el fallo fue que se trataba de un accidente.

  Los hermanos Rush. Doce, diez.
  Andrew, Evan, Los dos muy queridos, aunque ya no quedaba más que uno.” (pp. 201)

[Las cursivas pertenecen al texto.]

sábado, 5 de octubre de 2019


Margaret Atwood
ASESINATO EN LA OSCURIDAD
Barcelona, 2009, Ediciones B.



“Una mujer empezó de espaldas al público, iluminada por el foco. Lucía unos guantes largos de color blanco y un vestido de noche con mangas negras de gasa que cuando extendía los brazos parecían unas alas membranosas. Utilizaba mucho los brazos y la espalda; pero, cuando finalmente se volvió, resultó que era una vieja. Tenía el rostro empolvado de blanco y los labios pintados de un rojo intenso, pero era una vieja. Me sentí profundamente avergonzada, la cosa ya no tenía gracia, no quería que aquella mujer se quitase la ropa, no quería mirar. Era como si fuese yo, y no la mujer del escenario, quien se exhibía y humillaba. Seguro que se burlarían de ella y le gritarían barbaridades, seguro que pensarían que los habían estafado.
  La mujer se bajó la cremallera del vestido negro, lo dejó caer al suelo y empezó a mover las caderas. Sonreía y entre los labios pintados de rojo brillaban unos dientes que semejaban unos guijarros de un blanco mate, ella sabía que se trata de una burla, aunque no lo pretendiese, era una broma de otra clase, pero ignorábamos quién la gastaba. La broma consistía en el hecho de que no se trataba de ninguna broma: el cuerpo de allí arriba era auténtico, estaba envejeciendo, no flotaba bajo el foco en algún lugar separado de nosotros; como nosotros, estaba atrapado en el tiempo.” (p. 28)

[La cita pertenece al relato El espectáculo de variedades del Victory.]

“Algunas personas creen que una novela de mujeres es cualquier cosa donde no se hable de política. Algunos creen que es cualquier cosa que hable de relaciones. Algunos creen que es cualquier cosa con muchas operaciones, quirúrgicas quiero decir. Algunos piensan que es cualquier cosa que no te ofrezca una amplia visión panorámica de nuestra emocionante época. Yo…, bueno, sencillamente quiero algo que puedas dejar sobre la mesita del café sin preocuparte demasiado de que los niños lo lean. ¿Crees que no es una consideración auténtica? Te equivocas.” (p. 60)
[La cita pertenece al relato Novelas de mujeres.]

“Érase una vez dos hermanas, una rica y sin hijos, la otra viuda, con cinco hijos y tan pobre que ya no le quedaba nada de comida. Acudió a su hermana y le pidió un trozo de pan.
-Mis hijos se están muriendo -le dijo.
-No tengo suficiente para mí -contestó la hermana rica, y la alejó de su puerta.
Después el marido de la hermana rica regresó a casa y quiso cortarse un trozo de pan, pero en cuanto hundió el cuchillo, brotó sangre roja.
Todo el mundo comprendió lo que esto significaba.
Es un tradicional cuento de hadas alemán.” (p. 71)

[La cita pertenece al relato El pan.]


Félix J. Palma
EL MAPA DEL TIEMPO (II)
Sevilla, 2009, Algaida.



“El forense lo saludó con un gesto grave y lo condujo por el corredor hacia la sala de autopsias en un silencio de clausura que sorprendió a Garrett. Enseguida comprendió que aquella misteriosa herida enfurecía lo bastante al forense como para encapotar su excelente humor. Pese al aspecto un tanto inquietante que le otorgaba su único cejo, el doctor Alcock era un hombre alegre y tremendamente parlanchín. Siempre que acudía a la morgue, lo recibía con una simpática jovialidad, y lo guiaba por aquel largo pasillo recitando de corrido, como si de una canción popular se tratara, el orden que consideraba más apropiado para examinar los órganos de la cavidad abdominal: epiplón, bazo, riñón izquierdo, cápsula suprarrenal, vejiga urinaria, próstata, vesículas seminales, pene, cordón espermático..., un rosario de nombres que terminaba en el paquete intestinal, material que el forense examinaba en último lugar por razones de limpieza, pues aseguraba que manejar su contenido era una labor repugnantísima. Y yo, que todo lo veo aunque no tenga el menor interés en ello, como ya les he repetido varias veces a lo largo de esta historia, puedo confirmarles que, pese a su tendencia a la bravuconería, en este caso en particular el doctor no exageraba en absoluto; a causa de mi ubicuidad sobrenatural he podido verlo en tales fregados, manchándose de excrementos a sí mismo, al cadáver, a la mesa de disección e incluso al suelo de la sala de autopsias, aunque por respeto a ustedes no incurriré en descripciones más minuciosas.” (pp. 461-462)

“Ni sentir sobre la piel la deliciosa brisa que anuncia el verano, ni acariciar otro cuerpo, ni beber whisky escocés en la bañera hasta que se enfríe el agua ni, en fin, cualquier otro placer que se le ocurriese, proporcionaba a Wells un bienestar mayor que el que sentía cada vez que ponía el punto y final a una novela. Ese acto culminatorio siempre le anegaba por dentro de una embriagadora satisfacción, de un arrebato de felicidad que nacía de la certeza de que nada de lo que pudiera realizar en la vida podría complacerle más que escribir una novela, por mucho que la escritura en sí le resultara una labor aburrida, engorrosa e ingrata, pues Wells era de esa clase de escritores que odian escribir pero a los que les encanta «haber escrito».
   Extrajo el último folio del rodillo de su máquina de escribir Hammond, lo colocó sobre la pila y posó su mano sobre ella, con la misma sonrisa de triunfo con la que un cazador apoyaría su bota sobre la cabeza de un león, porque para Wells el acto de la escritura se asemejaba mucho a una lucha, a una encarnizada batalla contra una idea que se resistía a ser atrapada. Una idea que él mismo había concebido, por otro lado; y eso era quizás lo más frustrante de todo, la distancia que siempre mediaba entre el resultado obtenido con su esfuerzo y el objetivo que, si bien de un modo más inconsciente que voluntario, se había marcado de antemano. La experiencia le había enseñado que lo que uno lograba acarrear hasta el papel no era más que un pálido reflejo de lo que había imaginado, así que había aprendido a conformarse con que este fuera la mitad de bueno que el original, la mitad de aceptable que esa novela perfecta e inaprensible que le había servido de guía y que imaginaba latiendo burlona detrás de cada libro como una sombra fantasmal.” (pp. 482-483)