Joyce Carol Oates
REY DE PICAS. UNA NOVELA DE SUSPENSE
Barcelona, 2016, Alfaguara.
“A la larga tuve que contárselo. Confesar, confiar en ella.
Fue después de tomar la decisión de casarnos. Cuando quedó claro que si no se lo contaba yo lo haría otra persona.
A mitad de mi relato, pareció que me faltaban las palabras.
No había manera de hablar de aquello. Nunca había sido posible hablar de aquello.
Perdió el equilibrio en el trampolín más alto y cayó al vacío.
Fue un accidente, nadie tuvo la culpa.
Habíamos estado nadando en la presa de Catamount Park y luego trepé por las rocas hasta un sitio donde el agua era más profunda y donde había un trampolín improvisado a unos cinco metros de la superficie.
Los que andaban por allí eran gente mayor. Nunca chicas ni chicos de la edad de Evan.
¿Por qué había tenido que seguirme? Le dije que se volviera.
La mayoría de la gente no se tiraba de cabeza sino que se limitaba a saltar con los pies por delante. Eso fue lo que yo hice; me tapé la nariz y salté. Evan también iba a saltar, pero al llegar al extremo del trampolín se quedó inmóvil. Como los chicos le gritaban que saltara, me avergoncé de mi hermano pequeño y fui hacia él por el trampolín, aunque no para empujarlo, desde luego. Solo bromeaba, por supuesto. Claro está que no le empujé.
Si llegué a tocarlo, fue solo con dos dedos por debajo de la cintura para darle un empujoncito porque estaba tardando demasiado.
Debió de asustarse, perdió el equilibrio, cayó de lado, se dio en la cabeza con el borde del trampolín y entró en el agua con un ángulo que empeoró la fractura -un crío delgadito capaz de nadar como un pez pero desmadejado ya, sin vida-, de manera que se hundió como una piedra en donde la presa era más profunda y nunca volvió a respirar.
Los testigos dieron distintas versiones, pero el fallo fue que se trataba de un accidente.
Los hermanos Rush. Doce, diez.
Andrew, Evan, Los dos muy queridos, aunque ya no quedaba más que uno.” (pp. 201)
[Las cursivas pertenecen al texto.]
REY DE PICAS. UNA NOVELA DE SUSPENSE
Barcelona, 2016, Alfaguara.
“A la larga tuve que contárselo. Confesar, confiar en ella.
Fue después de tomar la decisión de casarnos. Cuando quedó claro que si no se lo contaba yo lo haría otra persona.
A mitad de mi relato, pareció que me faltaban las palabras.
No había manera de hablar de aquello. Nunca había sido posible hablar de aquello.
Perdió el equilibrio en el trampolín más alto y cayó al vacío.
Fue un accidente, nadie tuvo la culpa.
Habíamos estado nadando en la presa de Catamount Park y luego trepé por las rocas hasta un sitio donde el agua era más profunda y donde había un trampolín improvisado a unos cinco metros de la superficie.
Los que andaban por allí eran gente mayor. Nunca chicas ni chicos de la edad de Evan.
¿Por qué había tenido que seguirme? Le dije que se volviera.
La mayoría de la gente no se tiraba de cabeza sino que se limitaba a saltar con los pies por delante. Eso fue lo que yo hice; me tapé la nariz y salté. Evan también iba a saltar, pero al llegar al extremo del trampolín se quedó inmóvil. Como los chicos le gritaban que saltara, me avergoncé de mi hermano pequeño y fui hacia él por el trampolín, aunque no para empujarlo, desde luego. Solo bromeaba, por supuesto. Claro está que no le empujé.
Si llegué a tocarlo, fue solo con dos dedos por debajo de la cintura para darle un empujoncito porque estaba tardando demasiado.
Debió de asustarse, perdió el equilibrio, cayó de lado, se dio en la cabeza con el borde del trampolín y entró en el agua con un ángulo que empeoró la fractura -un crío delgadito capaz de nadar como un pez pero desmadejado ya, sin vida-, de manera que se hundió como una piedra en donde la presa era más profunda y nunca volvió a respirar.
Los testigos dieron distintas versiones, pero el fallo fue que se trataba de un accidente.
Los hermanos Rush. Doce, diez.
Andrew, Evan, Los dos muy queridos, aunque ya no quedaba más que uno.” (pp. 201)
[Las cursivas pertenecen al texto.]