Félix J. Palma
EL MAPA DEL TIEMPO (II)
Sevilla, 2009, Algaida.
“El forense lo saludó con un gesto grave y lo condujo por el corredor hacia la sala de autopsias en un silencio de clausura que sorprendió a Garrett. Enseguida comprendió que aquella misteriosa herida enfurecía lo bastante al forense como para encapotar su excelente humor. Pese al aspecto un tanto inquietante que le otorgaba su único cejo, el doctor Alcock era un hombre alegre y tremendamente parlanchín. Siempre que acudía a la morgue, lo recibía con una simpática jovialidad, y lo guiaba por aquel largo pasillo recitando de corrido, como si de una canción popular se tratara, el orden que consideraba más apropiado para examinar los órganos de la cavidad abdominal: epiplón, bazo, riñón izquierdo, cápsula suprarrenal, vejiga urinaria, próstata, vesículas seminales, pene, cordón espermático..., un rosario de nombres que terminaba en el paquete intestinal, material que el forense examinaba en último lugar por razones de limpieza, pues aseguraba que manejar su contenido era una labor repugnantísima. Y yo, que todo lo veo aunque no tenga el menor interés en ello, como ya les he repetido varias veces a lo largo de esta historia, puedo confirmarles que, pese a su tendencia a la bravuconería, en este caso en particular el doctor no exageraba en absoluto; a causa de mi ubicuidad sobrenatural he podido verlo en tales fregados, manchándose de excrementos a sí mismo, al cadáver, a la mesa de disección e incluso al suelo de la sala de autopsias, aunque por respeto a ustedes no incurriré en descripciones más minuciosas.” (pp. 461-462)
“Ni sentir sobre la piel la deliciosa brisa que anuncia el verano, ni acariciar otro cuerpo, ni beber whisky escocés en la bañera hasta que se enfríe el agua ni, en fin, cualquier otro placer que se le ocurriese, proporcionaba a Wells un bienestar mayor que el que sentía cada vez que ponía el punto y final a una novela. Ese acto culminatorio siempre le anegaba por dentro de una embriagadora satisfacción, de un arrebato de felicidad que nacía de la certeza de que nada de lo que pudiera realizar en la vida podría complacerle más que escribir una novela, por mucho que la escritura en sí le resultara una labor aburrida, engorrosa e ingrata, pues Wells era de esa clase de escritores que odian escribir pero a los que les encanta «haber escrito».
Extrajo el último folio del rodillo de su máquina de escribir Hammond, lo colocó sobre la pila y posó su mano sobre ella, con la misma sonrisa de triunfo con la que un cazador apoyaría su bota sobre la cabeza de un león, porque para Wells el acto de la escritura se asemejaba mucho a una lucha, a una encarnizada batalla contra una idea que se resistía a ser atrapada. Una idea que él mismo había concebido, por otro lado; y eso era quizás lo más frustrante de todo, la distancia que siempre mediaba entre el resultado obtenido con su esfuerzo y el objetivo que, si bien de un modo más inconsciente que voluntario, se había marcado de antemano. La experiencia le había enseñado que lo que uno lograba acarrear hasta el papel no era más que un pálido reflejo de lo que había imaginado, así que había aprendido a conformarse con que este fuera la mitad de bueno que el original, la mitad de aceptable que esa novela perfecta e inaprensible que le había servido de guía y que imaginaba latiendo burlona detrás de cada libro como una sombra fantasmal.” (pp. 482-483)
EL MAPA DEL TIEMPO (II)
Sevilla, 2009, Algaida.
“El forense lo saludó con un gesto grave y lo condujo por el corredor hacia la sala de autopsias en un silencio de clausura que sorprendió a Garrett. Enseguida comprendió que aquella misteriosa herida enfurecía lo bastante al forense como para encapotar su excelente humor. Pese al aspecto un tanto inquietante que le otorgaba su único cejo, el doctor Alcock era un hombre alegre y tremendamente parlanchín. Siempre que acudía a la morgue, lo recibía con una simpática jovialidad, y lo guiaba por aquel largo pasillo recitando de corrido, como si de una canción popular se tratara, el orden que consideraba más apropiado para examinar los órganos de la cavidad abdominal: epiplón, bazo, riñón izquierdo, cápsula suprarrenal, vejiga urinaria, próstata, vesículas seminales, pene, cordón espermático..., un rosario de nombres que terminaba en el paquete intestinal, material que el forense examinaba en último lugar por razones de limpieza, pues aseguraba que manejar su contenido era una labor repugnantísima. Y yo, que todo lo veo aunque no tenga el menor interés en ello, como ya les he repetido varias veces a lo largo de esta historia, puedo confirmarles que, pese a su tendencia a la bravuconería, en este caso en particular el doctor no exageraba en absoluto; a causa de mi ubicuidad sobrenatural he podido verlo en tales fregados, manchándose de excrementos a sí mismo, al cadáver, a la mesa de disección e incluso al suelo de la sala de autopsias, aunque por respeto a ustedes no incurriré en descripciones más minuciosas.” (pp. 461-462)
“Ni sentir sobre la piel la deliciosa brisa que anuncia el verano, ni acariciar otro cuerpo, ni beber whisky escocés en la bañera hasta que se enfríe el agua ni, en fin, cualquier otro placer que se le ocurriese, proporcionaba a Wells un bienestar mayor que el que sentía cada vez que ponía el punto y final a una novela. Ese acto culminatorio siempre le anegaba por dentro de una embriagadora satisfacción, de un arrebato de felicidad que nacía de la certeza de que nada de lo que pudiera realizar en la vida podría complacerle más que escribir una novela, por mucho que la escritura en sí le resultara una labor aburrida, engorrosa e ingrata, pues Wells era de esa clase de escritores que odian escribir pero a los que les encanta «haber escrito».
Extrajo el último folio del rodillo de su máquina de escribir Hammond, lo colocó sobre la pila y posó su mano sobre ella, con la misma sonrisa de triunfo con la que un cazador apoyaría su bota sobre la cabeza de un león, porque para Wells el acto de la escritura se asemejaba mucho a una lucha, a una encarnizada batalla contra una idea que se resistía a ser atrapada. Una idea que él mismo había concebido, por otro lado; y eso era quizás lo más frustrante de todo, la distancia que siempre mediaba entre el resultado obtenido con su esfuerzo y el objetivo que, si bien de un modo más inconsciente que voluntario, se había marcado de antemano. La experiencia le había enseñado que lo que uno lograba acarrear hasta el papel no era más que un pálido reflejo de lo que había imaginado, así que había aprendido a conformarse con que este fuera la mitad de bueno que el original, la mitad de aceptable que esa novela perfecta e inaprensible que le había servido de guía y que imaginaba latiendo burlona detrás de cada libro como una sombra fantasmal.” (pp. 482-483)