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Barcelona, 2012, Lumen.
“En
sus huertas no había excedentes porque lo compartían todo. En sus casas no
había basura ni desperdicios porque a cada cosa le daban un uso. Se
responsabilizaban de sus vidas y de lo que fuera o quien fuera que las
necesitase. La falta de sentido común las irritaba pero no las sorprendía. La
vagancia, más que intolerable, les parecía inhumana. En el campo, en casa, en
la huerta, donde fuera, había que estar ocupada. Dormir no era para soñar, era
para recobrar fuerzas para el día siguiente. A la conversación la acompañaban
labores: planchar, pelar, desvainar, seleccionar, coser, remendar, lavar o dar
de mamar. La madurez no se podía aprender, pero crecer estaba al alcance de
todas. Lamentarse tenía su encanto, pero era mejor pensar en Dios, y no querían
encontrarse con su Hacedor y tener que dar cuenta de una vida desperdiciada.
Sabían que Él les haría a todas y cada una de ellas una pregunta: «¿Qué habéis
hecho?».” (pp. 134-135)
“Excepto
Salem, todos los demás eran veteranos de guerra. Los dos más viejos habían
combatido en la Primera Guerra Mundial, el resto en la Segunda. Habían oído
hablar de la de Corea, pero como no comprendían el motivo de la lucha, no le concedían
el respeto –la seriedad– que Frank creía que merecía. Clasificaban las batallas
y las guerras según las cifras de bajas; tres mil en este sitio, doce mil en
aquel otro, sesenta mil en las trincheras. A mayor número de muertos, más
valientes habían sido los guerreros, no más estúpidos los comandantes.” (pp.
148-149)