sábado, 28 de junio de 2014

Toni Morrison
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Barcelona, 2012, Lumen.


“En sus huertas no había excedentes porque lo compartían todo. En sus casas no había basura ni desperdicios porque a cada cosa le daban un uso. Se responsabilizaban de sus vidas y de lo que fuera o quien fuera que las necesitase. La falta de sentido común las irritaba pero no las sorprendía. La vagancia, más que intolerable, les parecía inhumana. En el campo, en casa, en la huerta, donde fuera, había que estar ocupada. Dormir no era para soñar, era para recobrar fuerzas para el día siguiente. A la conversación la acompañaban labores: planchar, pelar, desvainar, seleccionar, coser, remendar, lavar o dar de mamar. La madurez no se podía aprender, pero crecer estaba al alcance de todas. Lamentarse tenía su encanto, pero era mejor pensar en Dios, y no querían encontrarse con su Hacedor y tener que dar cuenta de una vida desperdiciada. Sabían que Él les haría a todas y cada una de ellas una pregunta: «¿Qué habéis hecho?».” (pp. 134-135)

“Excepto Salem, todos los demás eran veteranos de guerra. Los dos más viejos habían combatido en la Primera Guerra Mundial, el resto en la Segunda. Habían oído hablar de la de Corea, pero como no comprendían el motivo de la lucha, no le concedían el respeto –la seriedad– que Frank creía que merecía. Clasificaban las batallas y las guerras según las cifras de bajas; tres mil en este sitio, doce mil en aquel otro, sesenta mil en las trincheras. A mayor número de muertos, más valientes habían sido los guerreros, no más estúpidos los comandantes.” (pp. 148-149)