miércoles, 15 de julio de 2015

Charles Dickens
CASA DESOLADA (III)
Barcelona, 2000, Montesinos.



“Aquella es una calle aburrida, incluso en sus mejores momentos: hay dos largas hileras de casas que se miran entre sí con gran severidad; se diría que media docena de sus mayores mansiones se ha convertido en piedra poco a poco por mirarse con asombro, si no se hubiesen construido ya desde el principio con esa clase de material. Es una calle de grandiosidad melancólica, tan decidida a no dignarse a que la conquiste la animación que sus puertas y ventanas permanecen en un sombrío y muy particular estado, cubiertas de pintura negra y polvo, y sus resonantes caballerizas presentan un aspecto seco y macizo, como si estuviesen destinadas a los corceles de piedra de las magníficas estatuas.” (pp. 560-561)

“En efecto, se trata de una noche silenciosa. Cuando la luna resplandece, parece esparcir una soledad y un sosiego que envuelven incluso los lugares más habitados. No sólo es silenciosa la noche en las carreteras polvorientas y en algunas cimas de las colinas, desde las que se distingue, envuelta en el reposo, una gran extensión de campo más sosegada a medida que se aleja hacia la hilera de árboles alzados contra el fondo del cielo, coronados por una especie de misteriosa floración gris; no sólo es silenciosa la noche en los jardines, en los bosques y en el río, donde las marismas son frescas y verdes y la corriente centellea entre agradables islas, represas y juncos susurrantes; no sólo es silenciosa allí donde el río fluye entre un apretado montón de casas, donde refleja puentes, donde los muelles y las embarcaciones lo ennegrecen, donde se aparta de todo aquello que lo desfigura para cruzar por marjales cuyas grandes y feas boyas surgen como esqueletos arrastrados a tierra, donde se ensancha en la región más audaz de tierras altas, ricas en campos de trigo, molinos de viento y campanarios, y donde se mezcla con el mar siempre agitado; no sólo es noche silenciosa en lo profundo del mar y en la costa, donde el vigía acecha el momento de ver cómo el barco cruza con alas desplegadas el sendero de luz que parece ofrecérsele sólo a él; pues incluso en este Londres, confusión del profano, se observa cierto sosiego. Sus campanarios y aguijas de iglesia, y su gran cúpula, se hacen más etéreos; hay menos ruidos que suben de las calles y son más amortiguados, y los pasos en las aceras se desvanecen con mayor sosiego hasta el amanecer. En estos campos en los que reside Mr. Tulkinghorn, donde los pastores tocan sin descanso las gaitas del Supremo y mantienen a sus ovejas bien sujetas con ganchos y artimañas hasta esquilarlas al rape, todos los ruidos se funden, en esta noche de luna, en un lejano y profundo zumbido que hace que la ciudad parezca una inmensa pieza de cristal vibrante.” (p. 569)

“Llega la medianoche, sin que nada haya cambiado en aquel vacío. Los coches que pasan son escasos, y en aquella vecindad no se oyen otros ruidos, excepto si algún individuo, con una borrachera tan desesperada que lo lleva a perderse por aquella zona helada, pasa lanzando escandalosos gritos. En esta noche invernal está todo tan callado que escuchar en el profundo silencio es como mirar en medio de una intensa oscuridad. Si hay algún ruido lejano, produce el efecto de una tenue lucecita que apenas rasga la oscuridad y, una vez apagada, aparece todo aún más lóbrego que antes.” (p. 683)

“Llega a un portalón en la tapia, mira por él y ante su vista aparece una gran variedad de hierro almacenado en multitud de formas: barras, cuñas, hojas, tanques, calderas, ejes, ruedas, carriles; y retorcido y contorsionado en formas excéntricas y perversas, como piezas sueltas de una maquinaria; montañas de hierro en pedazos, mugriento por los años; hornos lejanos en los que brilla y borbotea una lluvia de hierro encendido que cae por todas partes al recibir los golpes del martinete de vapor; hierro al rojo, hierro blanco, hierro frío y negro; sabor de hierro, olor a hierro y una auténtica Babel de ruidos de hierro.” (p. 727)