Hans Magnus Enzensberger
MIGAJAS POLÍTICAS (I)
Barcelona, 1985, Anagrama.
“La encarnación del oportunismo predicaba contra el oportunismo, el perfecto acomodaticio desencadenaba su furia contra la adaptación, el versado imbécil ponía el grito en el cielo por la imbecilidad.” (p. 8)
“Un algo prescriptivo, hasta burocrático, es propio de todo radicalismo que no sabe basarse más que en principios. Quien habla de fidelidad a los principios ha olvidado que sólo puede traicionarse a personas, no a ideas.” (p. 13)
“Las salidas al dilema de principios de la etnología son exiguas y precarias. Se puede postular, naturalmente, la igualdad de derechos de todas las sociedades humanas y exigir que toda comunidad sea descrita y enjuiciada a partir de sus premisas propias. Pero esto es más fácil decirlo que hacerlo. Un relativismo consecuente presupone a un observador que estuviese en condiciones de dejarse en casa su propio bagaje cultural. Ese científico no sólo tendría que ser un maestro en el lavado de cerebro, sino que tendría que ser también capaz de aplicárselo a sí mismo. Sólo entonces se habría desembarazado, como etnólogo, de sus prejuicios europeos, pero con ellos, por cierto, también de su ciencia.” (p. 29)
[La cursiva pertenece al texto.]
“La fuerza vital de Occidente se basa, en última instancia, en lo negativo del pensamiento europeo, en su eterna insatisfacción, en su ávido desasosiego, en sus defectos. La duda, la autocrítica y hasta el odio a sí mismo son su fuerza productiva más importante. El que no podamos aceptarnos a nosotros ni a lo que nosotros hemos producido es nuestra fuerza. De ahí que observemos el eurocentrismo como un pecado de la conciencia. La civilización occidental se alimenta de lo que pone en tela de juicio, bien sean bárbaros o anarquistas, indios o bolcheviques. Y cuando ya no existe un exterior cultural, entonces producimos precisamente a nuestros propios salvajes: freaks tecnológicos, políticos, psíquicos, culturales morales y religiosos. El caos, el malestar y la ingobernabilidad son nuestra única oportunidad. La desunión hace la fuerza.” (p. 45)
“Todavía puedo acordarme muy bien de la policía política con la que nos las teníamos que ver en 1968. Los funcionarios eran de una ignorancia increíble. No tenían la más mínima idea de la historia del movimiento obrero y se imaginaban seriamente que todo aquel que participase en una manifestación estaba «pagado por Moscú». Muchos de ellos padecían de un claro fetichismo de las armas; sus energías inconscientes eran el resultado de una oscura mezcolanza de miedo, resentimiento, prejuicio y paranoia. Se aferraban con una especie de pasión a sus desvaríos, a los que solían llamar su filosofía propia. Entre ellos había muchos racistas. Por los juicios que emitían podía deducirse que detestaban a los extranjeros, a los judíos, a los comunistas, a las personas de cabello largo, a los homosexuales, a los artistas y a los intelectuales. Ante los argumentos críticos, no importa de qué índole, reaccionaban con estupor y rabia desmedida. Las concepciones que tenían sobre la realidad existente fuera de sus oficinas eran nebulosas, y su modo de pensar tenía rasgos más bien simbólicos que analíticos. De ahi que no tenga nada de asombroso el que las operaciones realizadas por aquellos mantenedores del orden público se viesen raramente coronadas por el éxito.” (pp. 76-77)
MIGAJAS POLÍTICAS (I)
Barcelona, 1985, Anagrama.
“La encarnación del oportunismo predicaba contra el oportunismo, el perfecto acomodaticio desencadenaba su furia contra la adaptación, el versado imbécil ponía el grito en el cielo por la imbecilidad.” (p. 8)
“Un algo prescriptivo, hasta burocrático, es propio de todo radicalismo que no sabe basarse más que en principios. Quien habla de fidelidad a los principios ha olvidado que sólo puede traicionarse a personas, no a ideas.” (p. 13)
“Las salidas al dilema de principios de la etnología son exiguas y precarias. Se puede postular, naturalmente, la igualdad de derechos de todas las sociedades humanas y exigir que toda comunidad sea descrita y enjuiciada a partir de sus premisas propias. Pero esto es más fácil decirlo que hacerlo. Un relativismo consecuente presupone a un observador que estuviese en condiciones de dejarse en casa su propio bagaje cultural. Ese científico no sólo tendría que ser un maestro en el lavado de cerebro, sino que tendría que ser también capaz de aplicárselo a sí mismo. Sólo entonces se habría desembarazado, como etnólogo, de sus prejuicios europeos, pero con ellos, por cierto, también de su ciencia.” (p. 29)
[La cursiva pertenece al texto.]
“La fuerza vital de Occidente se basa, en última instancia, en lo negativo del pensamiento europeo, en su eterna insatisfacción, en su ávido desasosiego, en sus defectos. La duda, la autocrítica y hasta el odio a sí mismo son su fuerza productiva más importante. El que no podamos aceptarnos a nosotros ni a lo que nosotros hemos producido es nuestra fuerza. De ahí que observemos el eurocentrismo como un pecado de la conciencia. La civilización occidental se alimenta de lo que pone en tela de juicio, bien sean bárbaros o anarquistas, indios o bolcheviques. Y cuando ya no existe un exterior cultural, entonces producimos precisamente a nuestros propios salvajes: freaks tecnológicos, políticos, psíquicos, culturales morales y religiosos. El caos, el malestar y la ingobernabilidad son nuestra única oportunidad. La desunión hace la fuerza.” (p. 45)
“Todavía puedo acordarme muy bien de la policía política con la que nos las teníamos que ver en 1968. Los funcionarios eran de una ignorancia increíble. No tenían la más mínima idea de la historia del movimiento obrero y se imaginaban seriamente que todo aquel que participase en una manifestación estaba «pagado por Moscú». Muchos de ellos padecían de un claro fetichismo de las armas; sus energías inconscientes eran el resultado de una oscura mezcolanza de miedo, resentimiento, prejuicio y paranoia. Se aferraban con una especie de pasión a sus desvaríos, a los que solían llamar su filosofía propia. Entre ellos había muchos racistas. Por los juicios que emitían podía deducirse que detestaban a los extranjeros, a los judíos, a los comunistas, a las personas de cabello largo, a los homosexuales, a los artistas y a los intelectuales. Ante los argumentos críticos, no importa de qué índole, reaccionaban con estupor y rabia desmedida. Las concepciones que tenían sobre la realidad existente fuera de sus oficinas eran nebulosas, y su modo de pensar tenía rasgos más bien simbólicos que analíticos. De ahi que no tenga nada de asombroso el que las operaciones realizadas por aquellos mantenedores del orden público se viesen raramente coronadas por el éxito.” (pp. 76-77)