Francisco Zamora Loboch
LA REPÚBLICA FANTÁSTICA DE ANNOBÓN (I)
Madrid, 2017, SIAL/Casa de África.
“En aquel tiempo, los únicos blancos capaces de resistir la soledad, el carácter peculiar y las costumbres de estos isleños eran los misioneros. Aquí llegaba el barco correo una vez al año. De modo que los frailes pidieron y obtuvieron del gobernador general, no recuerdo si sería Osorio o Montes de Oca, el permiso para ejercer de policías, fiscales, jueces y jurado. El gobernador les dio el sí, y ellos nombraron sheriff al hermano Coll, quien respaldado por los padres Serrallonga y Daunis, se encargó de hacer respetar no tanto las leyes de la monarquía como las de la Iglesia. La vida y el alma de los annoboneses pertenecían por completo al hermano Coll y su somatén.
—¿Y cómo es que un pueblo tan orgulloso y celoso de su libertad no hizo frente a los frailes?
—Les tomó por sorpresa. No contaban con la agresividad de los claretianos quienes, además, disponían de las únicas armas de fuego que había en la isla. Y el diácono Coll ataviado de misionero trabucaire andaba armado día y noche patrullando por el pueblo en busca de malhechores y arrejuntados. Los castigos iban desde los consabidos chicotazos hasta la quema de la morada del pecador. Te hallaban en plena faena con la tercer o cuarta parienta, y en el mejor momento, aparecía el hermano Coll con su espingarda, y te hacía detener para acto seguido quemar aquel antro de perversión. Si se te ocurría salir de pesca en domingo, mandaba a reventar el cayuco. Y si aprovechabas un día de guardar para ir en busca de vino de palma, el castigo consistía en romper tus tinajas y desparramar el mosto por los suelos.
—Al parecer esos benditos frailes no se andaban con chiquitas.
—La gente estaba tan desesperada que muchas familias decidieron establecerse en Awal y Mebana que, por su lejanía y difícil acceso, permitían librarse de las iras de la Misión.
—El otro día estuve en Mebana, con Mapudul. Es un lugar con especial encanto.
—Fue en aquella época cuando los misioneros aprovecharon las circunstancias de un censo para cambiar los apellidos auténticos de los ambos por otros españoles, sobre todo por nombres de capitales de provincia. Cuando los annoboneses quisieron darse cuenta, en el registro de la Misión figuraban inscritos como hijos de Cáceres, Zaragoza, Zamora, Gerona o Ballovera, como tu querida Mapudul, en lugar de Menfoy, Macus o Loboch.
—¿Y tampoco en esta ocasión se rebelaron?
—Como fuera que ellos siguieron empleando sus nombres de pila, apenas le dieron importancia a aquello. El problema se planteaba cuando se precisaba un documento oficial como el que hacía falta para ir a trabajar a Santa Isabel y se topaban con sus nuevos y flamantes apellidos.” (pp. 91-92)