jueves, 14 de marzo de 2019

Pietro Citati 
EL MAL ABSOLUTO (II) 
Barcelona, 2006, Galaxia Gutenberg. 


“No amar a Dickens es pecado mortal; quien no lo ama, no ama tampoco la novela y no comprende que el arte del siglo XIX tal vez alcanzó su culminación cuando mezcló la risa loca con el más impertérrito descenso a las tinieblas.” (p. 232) 

“Dickens tenía una intensa necesidad de Londres, de aquella «inmensa linterna mágica» de la que surgen todos sus personajes. Cuando vivía en Lausana, en Génova o en el campo inglés, frecuentemente se le atascaba la pluma sobre el papel y sus personajes, cuando no estaban rodeados por el bullicio de la gente, parecían proclives al estancamiento. Pero bastaba con que se subiese a una diligencia, se aproximase a la ciudad, bajase en uno de aquellos alojamientos que tantas veces había descrito, cruzase un mercado, viese el rostro de un camarero, un banquero o un vagabundo, vislumbrase las luces de gas que iluminaban los comercios, bajase las escaleras del Támesis, para que la pluma se reanimase. Como Rimbaud y Dostoievski, se daba «baños de multitud»: recorría las calles de noche, sumergiéndose entre la gente en movimiento continuo, cargándose de la electricidad de las grandes multitudes y perdiendo los propios espectros entre aquellos espectros vivientes, o atravesaba la desierta ciudad dormida. Londres era para él una madre edípica, odiosa e inmensamente amada: no tenía colores, era gélida, negra, tétrica; sin embargo, sólo en aquel laberinto podían alimentarse sus sueños, sólo en aquel amasijo de deshechos y de fango su mirada encontraba, como Baudelaire, los codiciados tesoros de la fantasía.” (p. 249) 

“Quien conoce la noche conoce también el mal. Dickens creía en el mal, en el helado, inexorable mal absoluto; lo sentía disperso por las calles de Londres o Birmingham, concentrado en lugares privilegiados, en el techo de una estancia donde alguien había cometido un delito o en una húmeda habitación abandonada, o en el lívido rayo que penetra por el agujero de una contraventana; y lo recogía en figuras inolvidables. Desde joven sabía que la tétrica furia sádica que se agazapa en el corazón de los hombres se desencadena sobre todo contra los niños, como si el mundo quisiera golpear su propia parte más tierna e indefensa, y así ofenderse mejor a sí mismo. No hay pecado más grande, como aprendió de él Dostoiesvki.” (p. 257)