viernes, 19 de abril de 2019

Gabriel Chevallier
EL MIEDO (II)
Barcelona, 2009, Acantilado.



“Finalmente, nos lanzamos hacia delante. Tras el monte Saint-Éloi, el campo de batalla, invadido por la bruma y las humaredas, descendía delante de nosotros en suave pendiente. Distinguíanse a lo lejos unas llamaradas rojas, y se oía un ruido terrible, punteado por las diabólicas ametralladoras. Era allí adonde nos dirigíamos, inquietos y silenciosos. El ver a los heridos nos puso más sombríos todavía. Estaban cubiertos de lodo, sin el equipo, como fugitivos, muy pálidos, y nosotros percibíamos en sus miradas ese atisbo de locura que era resultado de haber vislumbrado la muerte. Se retiraban en grupos gemebundos, apoyándose los unos en los otros, y no podíamos apartar la vista de la mancha blanca de los apósitos, con partes sucias de sangre. La sangre seguía goteando de ellos, señalaba su paso. Luego pasaron unas camillas silenciosas, de las que pendían unas manos pálidas y crispadas. Cuatro enfermeros transportaban a hombros a un pobre desgraciado que había perdido un brazo, que mostraba los músculos al vivo, deshilachados. Lanzaba unos gritos espantosos, con la cara vuelta al cielo cubierto, como para avergonzar a Dios.” (pp. 73-74)

“—¡Dartemont, la Patria!
—¿La Patria? Una palabra más que usted, a distancia, rodea de un cierto halo de ideal. ¿Quiere reflexionar sobre lo que es la patria? Pues ni más ni menos que una junta de accionistas, una forma de propiedad, espíritu burgués y vanidad. Piense en el número de individuos que se niega usted a frecuentar en su patria, y verá que los vínculos son muy convencionales... Le aseguro que ninguno de los hombres que he visto caer a mi alrededor murió pensando en la patria, con «la satisfacción del deber cumplido». Y creo que muy pocos han ido a la guerra con la idea del sacrificio, como hubieran tenido que hacerlo unos verdaderos patriotas.
(...)
—Pero ¿y la libertad?
—Mi libertad sigue conmigo. Está en mi pensamiento; para mí Shakespeare es una patria y otra es Goethe. Podrá usted cambiarme la etiqueta que llevo en la frente, pero lo que no podrá es cambiar mi cerebro. Gracias a mi cerebro escapo a los destinos, a las promiscuidades, a las obligaciones que toda civilización, toda colectividad, me va a imponer. Yo me hago una patria con mis afinidades, mis preferencias, mis ideas, y esto no es posible arrebatármelo, e incluso puedo difundirlo a mi alrededor. No frecuento, en la vida, a multitudes, sino a individuos. Con cincuenta individuos escogidos en cada nación, tal vez compondría la sociedad capaz de darme las máximas satisfacciones. Mi primer bien soy yo mismo; es preferible exiliarlo que perderlo, cambiar algunas costumbres que anular mis facultades humanas. El hombre no tiene más que una patria, que es la Tierra.” (pp. 138-140)