Jean Giono
EL HÚSAR EN EL TEJADO
Barcelona, 1998, Anagrama.
“Luego de haberse convencido poco a poco de que no había ningún peligro, Angelo dejó su actitud vigilante y se puso a charlar con el muchacho, quien le dijo que allí podían considerarse felices, ya que en Marsella, en ciertas calles, los cadáveres apilados sobrepasaban la altura de las puertas de las tiendas. Aix también estaba devastada. Padecían allí una variedad de la epidemia realmente atroz. Al principio, los enfermos eran atacados de una especie de embriaguez que los hacía correr de un lado a otro vacilantes dando espantosos alaridos. Tenían los ojos brillantes y la voz ronca, y parecían rabiosos. Los amigos huían de los amigos. Se había visto a una madre perseguida por su hijo, a una hija perseguida por su madre, a jóvenes esposos que se daban caza. La ciudad semejaba un coto de caza lleno de jaurías. Al parecer, al fin habían decidido matar a los enfermos y, en lugar de enfermeros, quienes recorrían las calles eran ahora una especie de perreros armados de lazos y garrotes. Aviñón estaba igualmente en pleno delirio: los enfermos se arrojaban al Ródano, o se colgaban, o se degollaban con navajas, o se desgarraban las venas de las muñecas a mordiscos. En ciertos lugares los enfermos estaban tan quemados por la fiebre, que los cadáveres se volvían inmediatamente como yesca y se inflamaban de repente, por sí solos, así que soplaba un poco de aquel viento ardiente, y hasta nada más que por el exceso de sequedad. Por esta razón se había incendiado la ciudad de Die. Los enfermeros se veían obligados a llevar manoplas de cuero como los herreros. «Hay lugares del departamento del Drôme», siguió diciendo el muchacho, «en los que los pájaros han enloquecido. En todo caso, no muy lejos de aquí, al otro lado de las colinas, los caballos lo rechazan todo. Rechazan la avena, el agua, la caballeriza, los cuidados de la persona que los atiende habitualmente, aunque goce de buena salud. Se ha observado, por lo demás, que ese rechazo por parte del caballo constituye siempre una pésima señal para la persona o la casa rechazadas. La enfermedad no tardará en manifestarse, por más que aún no haya sido advertida. Y los perros; naturalmente, están los perros de los que han muerto, que vagan por todas partes, comen cadáveres y, en vez de diñarla, engordan y se vuelven arrogantes. No tienen ya ganas de ser perros e incluso cambian de fisonomía. ¡Lo que hay que ver! A algunos les ha crecido bigote, lo cual parece ridículo. Cuando se encuentran con la gente, no le ceden la acera, y si los amenazan, se encolerizan; se hacen respetar; su cabeza aumenta de tamaño. ¡Lo digo en serio!” (pp. 210-211)
EL HÚSAR EN EL TEJADO
Barcelona, 1998, Anagrama.
“Luego de haberse convencido poco a poco de que no había ningún peligro, Angelo dejó su actitud vigilante y se puso a charlar con el muchacho, quien le dijo que allí podían considerarse felices, ya que en Marsella, en ciertas calles, los cadáveres apilados sobrepasaban la altura de las puertas de las tiendas. Aix también estaba devastada. Padecían allí una variedad de la epidemia realmente atroz. Al principio, los enfermos eran atacados de una especie de embriaguez que los hacía correr de un lado a otro vacilantes dando espantosos alaridos. Tenían los ojos brillantes y la voz ronca, y parecían rabiosos. Los amigos huían de los amigos. Se había visto a una madre perseguida por su hijo, a una hija perseguida por su madre, a jóvenes esposos que se daban caza. La ciudad semejaba un coto de caza lleno de jaurías. Al parecer, al fin habían decidido matar a los enfermos y, en lugar de enfermeros, quienes recorrían las calles eran ahora una especie de perreros armados de lazos y garrotes. Aviñón estaba igualmente en pleno delirio: los enfermos se arrojaban al Ródano, o se colgaban, o se degollaban con navajas, o se desgarraban las venas de las muñecas a mordiscos. En ciertos lugares los enfermos estaban tan quemados por la fiebre, que los cadáveres se volvían inmediatamente como yesca y se inflamaban de repente, por sí solos, así que soplaba un poco de aquel viento ardiente, y hasta nada más que por el exceso de sequedad. Por esta razón se había incendiado la ciudad de Die. Los enfermeros se veían obligados a llevar manoplas de cuero como los herreros. «Hay lugares del departamento del Drôme», siguió diciendo el muchacho, «en los que los pájaros han enloquecido. En todo caso, no muy lejos de aquí, al otro lado de las colinas, los caballos lo rechazan todo. Rechazan la avena, el agua, la caballeriza, los cuidados de la persona que los atiende habitualmente, aunque goce de buena salud. Se ha observado, por lo demás, que ese rechazo por parte del caballo constituye siempre una pésima señal para la persona o la casa rechazadas. La enfermedad no tardará en manifestarse, por más que aún no haya sido advertida. Y los perros; naturalmente, están los perros de los que han muerto, que vagan por todas partes, comen cadáveres y, en vez de diñarla, engordan y se vuelven arrogantes. No tienen ya ganas de ser perros e incluso cambian de fisonomía. ¡Lo que hay que ver! A algunos les ha crecido bigote, lo cual parece ridículo. Cuando se encuentran con la gente, no le ceden la acera, y si los amenazan, se encolerizan; se hacen respetar; su cabeza aumenta de tamaño. ¡Lo digo en serio!” (pp. 210-211)