Liam McIlvanney
EL CUÁQUERO
Barcelona, 2022, Catedral.
“Henry escurre las patatas y vuelve a poner la cazuela al fuego con gran estrépito. Saca la mantequera, corta una esquina del bloque y pasa el cuchillo por el borde de la cazuela para añadir la mantequilla a las patatas. Coge la leche de la nevera, la agita para deshacer la nata y, tapando la boca con el pulgar, echa un chorrito en la cazuela con la concentración grave, cómica de un hombre que estuviera aguando un whisky. Después se pone a darle al pasapurés.
Salgo para pintarme ante el espejo del perchero y escucho los impactos regulares del pasapurés -chof, chof, chof- y a cada pocos golpes, el ruido de metal contar metal cuando Henry sacude el pasapurés en el borde de la cazuela para soltar la patata pegada y empezar de nuevo.
Hay algo en el ritmo que me recuerda al sexo, a la cadencia constante y persistente de Henry, y me entran ganas de reír. Me estoy pintando los labios y no soy capaz de hacerlo sin salirme, tengo que parar y apoyarme en el mueble.
El cencerreo cesa.
-¿Se puede saber de qué leches te ríes?- pregunta.
No puedo hablar por la risa.
-De nada -aseguro-. No pares, lo estás haciendo genial.” (pp. 166-167)