Émile Durkheim
EL SUICIDIO (III)
Buenos Aires, 2004, Losada.
EL SUICIDIO (III)
Buenos Aires, 2004, Losada.
“No son las ideas abstractas las que gobiernan a los hombres, y no podríamos explicar la evolución de la historia por la influencia de puros conceptos metafísicos. En los pueblos, como en los individuos, las ideas tienen ante todo la función de expresar una realidad que no depende de ellas; al contrario, son ellas las que dependen de esa realidad, y si pueden servir luego para modificarla, siempre es en una medida limitada. Las ideas religiosas son producto del medio social y no al contrario, y si una vez formadas influyen sobre las causas que las han engendrado, esta influencia es poco profunda.” (pp. 298-299)
“La sociedad no es únicamente un objeto que atrae hacia sí, con una intensidad desigual, los sentimientos y la actividad de los individuos. La sociedad es también un poder que los regula. Entre la manera en que se ejerce esa acción reguladora y la tasa social de los suicidios hay una relación.” (p. 321)
“Toda ruptura de equilibrio, incluso cuando resulta de ella un mayor desahogo y una revitalización general, empuja a la muerte voluntaria. Siempre que se producen graves reajustes en el cuerpo social, ya sean debidos a un súbito movimiento de crecimiento o a un cataclismo inesperado, el hombre se mata más fácilmente.” (p. 330)
“El ideal económico asignado a cada categoría de ciudadanos está comprendido él mismo entre determinados límites en cuyo interior los deseos pueden moverse con libertad. Pero no es ilimitado. Es esta limitación relativa y la moderación que resulta de ella lo que hace que los hombres se den por satisfechos con su suerte a la vez que les estimula prudentemente a mejorarla” (pp. 336-337)
“De una parte y de otra, se afirma que las naciones deben tener como único y principal objetivo prosperar industrialmente; esto es lo que implica el dogma del materialismo económico que sirve igualmente de base a todos estos sistemas aparentemente opuestos. Y como estas teorías no hacen más que expresar el estado de la opinión pública, la industria, en lugar de continuar siendo considerada como un medio para conseguir un fin por encima de ella, se ha convertido en el fin último de los individuos y de las sociedades. Sucede entonces que las pasiones que despierta se encuentran libres de cualquier autoridad que las limitaba. Esta apoteosis del bienestar, al santificarlas por decirlo así, las ha colocado por encima de cualquier ley humana. Parece que sea una especie de sacrilegio ponerles freno. (…) En fin, este desenfreno de los deseos se ha agravado todavía más por el desarrollo mismo de la industria y la extensión casi infinita del mercado. Mientras el productor no podía vender sus productos más que en sus inmediaciones, la moderación en las ganancias no podía acicatear demasiado la ambición. Pero ahora que casi puede pretender tener como cliente al mundo entero, ¿cómo iban a aceptar las pasiones, ante estas perspectivas ilimitadas, que se limitara como antiguamente?
De aquí es de donde proviene la efervescencia que reina en esta parte de la sociedad y que a partir de ella se ha extendido a todo el resto. El estado de crisis y de anomia es continuo en ella, y por decirlo de algún modo, normal. De arriba debajo de la escala la codicia se desata de una manera indiscriminada. Nada puede calmarla, puesto que el fin al que tiende está infinitamente más allá de todo lo que pueda alcanzar. La realidad parece no tener valor comparada con el precio de aquello que adivinan como posible las imaginaciones enfebrecidas; se pierde el apego a ella, pero para perdérselo a continuación a lo posible cuando, a su vez, se haya convertido en realidad. Se tiene sed de lo nuevo, de placeres ignorados, de sensaciones innominadas, pero que pierden todo su sabor en cuanto son conocidas. En cuanto se presenta el menor revés, se encuentran sin fuerzas para soportarlo.
(…)
Podríamos preguntarnos incluso si no es precisamente este estado moral el que hace hoy día tan fecundas en suicidios a las catástrofes económicas.” (pp. 344-346)