domingo, 17 de mayo de 2015

Ivo Andric
UN PUENTE SOBRE EL DRINA
Barcelona, 2014, Penguin Random House.


 

“Quienes lo conocían (y que no dejaban de envidiarlo) decían irónicamente que la bóveda celeste era el único edificio sobre el cual no había todavía una tarih [inscripción] debida a su pluma. Pero él, a despecho de sus magras remuneraciones, era un pobre diablo famélico, en eterna lucha con esa miseria característica que acompaña a menudo a los poetas como una maldición especial, y que ningún salario ni ninguna recompensa logran eliminar.” (p. 97)
[La cursiva pertenece al original.]

“Sentados en las habitaciones bien caldeadas de sus casas, por las cuales pasara antaño la inundación, narraban por centésima vez, con especial placer, ciertas escenas conmovedoras o trágicas. Y cuanto más penoso y torturante era el recuerdo, más grande resultaba el gozo de evocarlo. Estas escenas, contempladas a través del humo del tabaco o de un vasito de aguardiente dulce, a menudo se transformaban, exageradas y embellecidas por la imaginación y la distancia; pero ninguna de aquellas personas se daba cuenta de ello, cada una habría podido jurar que todo sucedió tal como ahora se decía, porque participaban inconscientemente de esta deformación involuntaria.
   De esta manera vivían algunos ancianos que se acordaban de la última gran inundación, de la cual no dejaban de hablar entre ellos, repitiendo a los jóvenes que ya no había catástrofes como antes, como no había la bondad y la bendita existencia de otros tiempos.” (p. 110)

“Se recordaba la figura del pope Iovan, que había sido antaño cura del lugar y cuyos feligreses decían de él que era un gran hombre, pero que no tenía buena mano y que sus plegarias pesaban poco ante Dios.
   En verano, en los períodos de gran sequía que paralizaban la cosecha, el pope Iovan, siempre en vano, organizaba una procesión y plegarias que habitualmente eran seguidas por una sequía todavía mayor y por un calor asfixiante. Y cuando cierto otoño, que siguió a un verano de sequía, el Drina comenzó a crecer y apuntó la amenaza de una inundación general, el pope lovan llegó hasta el río, reunió a los fieles y comenzó a recitar una oración para que cesasen las lluvias y la crecida de las aguas. Entonces, un tal lokitch, borracho y holgazán, habiendo observado que Dios enviaba normalmente lo contrario de lo que el pope pedía, gritó a voz en cuello:
– Esa oración no, padre, sino la del verano, la de la lluvia; seguramente ésa hará que bajen las aguas.” (p. 115)