LA MUJER DE MARTIN GUERRE
Barcelona, 2016, Reino de Redonda.
“Era la época de la vendimia y el aroma del moscatel maduro llenaba el aire. Cuando ya se había hecho el vino y las hojas de las cepas se habían tornado escarlata. Bertrande solía salir a montar a caballo por los valles que descendían abruptamente hacia Luchon, entre los irregulares salientes de los bosques. Cabalgando al sol, veía resplandecer el oro mate de los almiares cónicos junto a los muros de piedra de los edificios de la granja, sentía el fresco y tonificante soplo del viento desde las altas cumbres y, alzando los ojos, miraba apilarse a gran altura las blancas nubes sobre el verde oscuro de los pinares y, más allá, el intenso azul del cielo, tan azul como un sueño del Mediterráneo o del golfo de Gascuña. Al regresar a su casa caer la tarde, cuando la bruma azul del atardecer empieza a apresar y transmutar las formas de las cosas, le llegaba el olor del humo de su propia chimenea y le parecía tan dulce como el incienso que se quemaba en la iglesia de Artigue. O veía en el extremo de un campo una figura con un justillo escarlata, trabajando con un grupo de hombres vestidos uniformemente de marrón, un pequeño punto escarlata desplazándose sobre largas piernas marrones por la superficie dorada de la tierra, y estas cosas, percibidas con una intensidad como nunca antes había conocido hasta donde alcanzaba la memoria, la henchían de un gozo inmenso.
El frío destello metálico de unas alabardas avanzando bajo el cielo acerado, recortándose contra el fondo bermejo de los bosques, cuando un grupo de soldados pasaba a su lado; la forma y la sensación de la escarcha en el umbral, por la mañana temprano, cuando iba avanzando la estación; los vuelos y los cantos de los pájaros, hasta que fueron desapareciendo; y luego, el férreo sonido de la campana de la iglesia tañendo con sombría majestad a través de los fríos valles: en todas estas cosas reparaba y las disfrutaba como nunca antes. E incluso una noche, cuando el invierno ya había cerrado su cerco en torno a ellos, el aullido de los lobos desde alguna remota ladera la había llenado de placer entreverado de miedo, porque las puertas estaban bien atrancadas y todos los animales a salvo bajo techo, y en la gran chimenea rugía un buen fuego que despedía movedizas constelaciones doradas por la negra garganta de la chimenea, de forma tal que el miedo era un lujo, y tanto mayor su disfrute de esas extrañas voces lejanas.” (pp. 82-84)