domingo, 5 de enero de 2014

John Steinbeck
DE RATONES Y HOMBRES
Barcelona, 2009, Edhasa.



“Se hizo más profunda la voz de George. Recitó las palabras rítmicamente, como si las hubiera dicho muchas veces ya.
—Los hombres como nosotros, que trabajan en los ranchos, son los tipos más solitarios del mundo. No tienen familia. No son de ningún lugar. Llegan a un rancho y trabajan hasta que tienen un poco de dinero, y después van a la ciudad y malgastan su dinero, y no les queda más remedio que ir a molerse los huesos en otro rancho. No tienen nada que esperar del futuro.
Lennie estaba encantado.
—Eso es... eso es. Ahora, explícame, cómo somos nosotros.
George prosiguió:
—Con nosotros no pasa así. Tenemos un porvenir. Tenemos alguien con quien hablar, alguien que piensa en nosotros. No tenemos que sentarnos en un café malgastando el dinero sólo porque no hay otro lugar adonde ir. Si esos otros tipos caen en la cárcel, pueden pudrirse allí porque a nadie le importa. Pero nosotros, no.
—¡Pero nosotros no! —interrumpió Lennie—. Y ¿por qué? Porque... porque yo te tengo a ti para cuidarme, y tú me tienes a mí para cuidarte, por eso. —Soltó una carcajada de placer—. ¡Sigue ahora, George!
—Te lo sabes de memoria. Puedes decirlo solo.
—No, tú. Yo me olvido de algunas cosas.
Cuenta cómo va a ser.
—Bueno. Algún día... vamos a reunir dinero y vamos a tener una casita y un par de acres de
tierra y una vaca y unos cerdos y...
—Y viviremos como príncipes —gritó Lennie—. Y tendremos muchos conejos. ¡Vamos, George! Cuenta lo que vamos a tener en la huerta y habla de los conejos en las jaulas y de la lluvia en el invierno y la estufa, y háblame de la crema de la leche, tan espesa que apenas la podremos cortar. Cuéntamelo todo, George.
—¿Por qué no lo dices tú? Lo sabes todo.
—No... dilo tú. No es lo mismo si hablo yo. Vamos... George. ¿Cómo me vas a dejar que cuide de los conejos?” (pp. 26-28)

“La casa de los peones era un largo edificio rectangular. Por dentro, las paredes estaban blanqueadas con cal y el piso no tenía pintura. En tres paredes había pequeñas ventanas cuadradas y en la cuarta una sólida puerta con cerrojo de madera. Contra las paredes se alineaban ocho camastros, cinco de ellos hechos ya con mantas y los otros tres con sus fundas de arpillera al aire. Sobre cada camastro estaba clavado un cajón de manzanas con la abertura hacia adelante de manera que formaba dos estantes para guardar los efectos personales del ocupante de la litera. Y esos estantes se hallaban llenos de pequeños artículos, jabón y polvo de talco, navajas y esas revistas del Oeste que gustan leer los trabajadores de los ranchos, de las que se mofan y en las que creen en secreto. Y también había medicinas, frasquitos y peines; y de los clavos a los lados de los cajones colgaban unas pocas corbatas. Cerca de una de las paredes había una negra estufa de hierro fundido, cuya chimenea subía recta a través del techo. En el centro de la habitación se levantaba una gran mesa cuadrada cubierta de naipes, y a su alrededor se agrupaban cajones para que se sentaran los jugadores.” (pp. 32-33)

“La honda laguna verde del río Salinas estaba muy calmada a la caída de la tarde. El sol había dejado ya el valle para ir trepando por las laderas de las montañas Gabilán, y las cumbres estaban rosadas de sol. Pero junto a la laguna, entre los veteados sicómoros, había caído una sombra placentera.
    Una culebra de agua se deslizó tersamente por la laguna, haciendo serpentear de un lado a otro el periscopio de su cabeza; nadó todo el largo de la laguna y llegó hasta las patas de una garza inmóvil que estaba de pie en los bajíos. Una cabeza y un pico silenciosos bajaron como una lanza y tomaron a la culebra por la cabeza, y el pico engulló el reptil mientras la cola de éste se agitaba frenéticamente.
    Se dejó oír una lejana ráfaga de viento, y el aire se movió por entre las copas de los árboles como una ola. Las hojas de sicomoro volvieron hacia arriba sus dorsos de plata; las hojas parduscas, secas, sobre la tierra, revolotearon un poco. Y pequeñas ondas surcaron, en filas sucesivas, la verde superficie del agua.
    Tan rápido como había llegado, murió el viento, y el claro quedó otra vez en calma. En los bajíos permanecía la garza, inmóvil y esperando. Otra culebrita de agua nadó por la laguna, volviendo de un lado a otro su cabeza de periscopio.” (pp. 155-156)