EL EMPERADOR
Barcelona, 2007, Anagrama.
“Era un perrito muy pequeño, de raza japonesa. Se llamaba Lulú. Disfrutaba del privilegio de dormir en el lecho imperial. A veces en el curso de alguna ceremonia saltaba de las rodillas del Emperador y se hacía pipí en los zapatos de los dignatarios. A éstos les estaba prohibido mostrar, con una mueca o un gesto, molestia alguna cuando notaban humedecidos los pies. Mis funciones consistían en ir de un dignatario a otro limpiándoles los orines de los zapatos. Para ello utilizaba un trapito de raso. Desempeñé este trabajo durante diez años”. (p. 13)
“El trono irradia dignidad, pero sólo por contraste con la sumisión que lo rodea; es la sumisión de los súbditos lo que crea su superioridad y le da sentido; sin ella el trono no es más que un decorado, un incómodo sillón de terciopelo raído y torcidos muelles.” (p. 55)
“No recuerdo ningún caso en que el Generoso Monarca le retirase el nombramiento a alguien o que le apretara las tuercas por corrupción. ¡Que se corrompiese cuanto quisiese pero, eso sí, que demostrase su lealtad! (…) Sin embargo, en cuanto percibía aunque sólo fuera una sombra de infidelidad, lo confiscaba todo inmediatamente (…) Gracias a esa contabilidad suya el Rey de Reyes tenía a todos en un puño y todo el mundo lo sabía.
No obstante, se produjo en palacio un caso insólito, a saber: uno de nuestros patriotas más nobles, gran jefe de la guerrilla en los años de la guerra contra Mussolini, Tekele Wolda Hawariat, nada amigo del Emperador, siempre rehuyó aceptar regalos, por muy generosos que fueran, rechazó privilegios y nunca mostró inclinación alguna hacia la corrupción. A éste Nuestro Magnánimo Señor lo tuvo encarcelado largos años y finalmente lo mandó decapitar.” (p. 62)
“Demasiado jóvenes, educados en provincias muy alejadas, ignoraban que el propio Emperador había llegado al poder gracias a un compló. Que en mil novecientos dieciséis, ayudado por embajadas occidentales, había dado un golpe de estado y desplazado al legítimo heredero del trono, Lydj Iyasu. Que ante la inminencia de la invasión italiana había jurado públicamente derramar su sangre por Etiopía y que, cuando aquélla se produjo, se embarcó para Inglaterra y allí pasó la guerra en la tranquila ciudad de Bath. Más tarde nació en él tal complejo frente a los jefes de la guerrilla que sí se habían quedado en el país para luchar contra los italianos, que, al regresar y ocupar de nuevo el trono, los fue liquidando o apartando uno a uno al mismo tiempo que otorgaba su favor a los colaboracionistas.” (pp. 101-102)
“Era un personaje muy simpático, un político perspicaz, un padre trágico, un avaro patológico; condenaba a muerte a inocentes e indultaba a culpables por simples caprichos del poder, sin más: laberintos de la política de palacio, ambigüedades, oscuridad que nadie es capaz de escrutar.” (p. 128)
“En Eritrea la vida era muy dura, señor mío; el ejército luchando constantemente contra la guerrilla, muchos, muchos muertos todos los días, así que ya desde hacía tiempo existía el problema de dar sepultura a tanta gente. Para limitar los ya excesivos costes de la guerra, sólo los oficiales disfrutaban del derecho a ser enterrados, mientras que los cuerpos de los simples soldados se dejaban a merced de las hienas y los buitres, y esta desigualdad acabó provocando la rebelión.” (p. 153)
[Todas las citas están referidas a Etiopía y a su emperador Haile Selassie.]