P. D. James
MUERTE DE UN FORENSE
Barcelona, 1989, Versal.
“Tanto sus acciones como sus pensamientos estaban medidos. Su rutina nunca variaba. Entró primero en el pequeño cuarto de baño junto a la puerta posterior, ante cuyo umbral estaban preparadas las botas de agua, con los rojos calcetines sobresaliendo de la caña como un par de pies amputados. Arremangándose por encima de los codos, se lavó manos y brazos con abundante agua fría, y luego, agachado, se remojó toda la cabeza. Siempre realizaba estas abluciones casi ceremoniales antes y después de cada caso. Hacía mucho tiempo que había cesado de preguntarse el porqué. Se había convertido en algo tan necesario y reconfortante como un ritual religioso, el breve lavado preliminar que era como una dedicatoria, la ablución final que constituía al mismo tiempo una tarea necesaria y una absolución, como si al enjuagar de su cuerpo el olor de su profesión pudiera también eliminarlo de sus pensamientos. El agua salpicó con fuerza el espejo; al incorporarse, buscando a tientas la toalla, vio su rostro distorsionado, la boca abierta, los ojos de hinchados párpados medio ocultos por relucientes mechones de cabello negro como el rostro de un ahogado vuelto a la superficie. La melancolía de la madrugada se apoderó de él. Pensó: «La semana que viene cumpliré cuarenta y cinco años, ¿y qué he conseguido? Esta casa, dos hijos, un matrimonio fracasado y un empleo que me asustaría perder porque es la única cosa que he sabido hacer bien.»“ (p. 13)
“El lugar desprendía una curiosa paz. Sus proporciones eran correctas, y los muebles encajaban allí donde habían sido colocados. En aquel ordenado santuario, un hombre podía tener espacio para pensar. Junto a la pared de enfrente había una cama individual, pulcramente cubierta con una manta roja y marrón. Por encima de la cama, un largo estante sostenía una lámpara de lectura, una radio, un tocadiscos, un despertador, una jarra de agua y el libro de oraciones de la Iglesia Anglicana. Ante la ventana había una mesa de trabajo, de roble, y una silla de respaldo oscilante. Sobre la mesa había un secante y una jarrita de cerámica de color marrón y azul llena de lápices y bolígrafos. Aparte de eso, los únicos muebles eran una raída butaca junto a una mesita baja, un armario de roble de doble cuerpo, a la izquierda de la puerta, y, a la derecha, un escritorio pasado de moda con tapa levadiza enrollable. El teléfono estaba sujeto a la pared. No había cuadros o espejos, nada de efectos masculinos, ningún objeto trivial sobre la mesa o en el escritorio. Todo era funcional, usado, desprovisto de adornos. Era una habitación en la que un hombre podía sentirse a gusto.” (p. 195)
MUERTE DE UN FORENSE
Barcelona, 1989, Versal.
“Tanto sus acciones como sus pensamientos estaban medidos. Su rutina nunca variaba. Entró primero en el pequeño cuarto de baño junto a la puerta posterior, ante cuyo umbral estaban preparadas las botas de agua, con los rojos calcetines sobresaliendo de la caña como un par de pies amputados. Arremangándose por encima de los codos, se lavó manos y brazos con abundante agua fría, y luego, agachado, se remojó toda la cabeza. Siempre realizaba estas abluciones casi ceremoniales antes y después de cada caso. Hacía mucho tiempo que había cesado de preguntarse el porqué. Se había convertido en algo tan necesario y reconfortante como un ritual religioso, el breve lavado preliminar que era como una dedicatoria, la ablución final que constituía al mismo tiempo una tarea necesaria y una absolución, como si al enjuagar de su cuerpo el olor de su profesión pudiera también eliminarlo de sus pensamientos. El agua salpicó con fuerza el espejo; al incorporarse, buscando a tientas la toalla, vio su rostro distorsionado, la boca abierta, los ojos de hinchados párpados medio ocultos por relucientes mechones de cabello negro como el rostro de un ahogado vuelto a la superficie. La melancolía de la madrugada se apoderó de él. Pensó: «La semana que viene cumpliré cuarenta y cinco años, ¿y qué he conseguido? Esta casa, dos hijos, un matrimonio fracasado y un empleo que me asustaría perder porque es la única cosa que he sabido hacer bien.»“ (p. 13)
“El lugar desprendía una curiosa paz. Sus proporciones eran correctas, y los muebles encajaban allí donde habían sido colocados. En aquel ordenado santuario, un hombre podía tener espacio para pensar. Junto a la pared de enfrente había una cama individual, pulcramente cubierta con una manta roja y marrón. Por encima de la cama, un largo estante sostenía una lámpara de lectura, una radio, un tocadiscos, un despertador, una jarra de agua y el libro de oraciones de la Iglesia Anglicana. Ante la ventana había una mesa de trabajo, de roble, y una silla de respaldo oscilante. Sobre la mesa había un secante y una jarrita de cerámica de color marrón y azul llena de lápices y bolígrafos. Aparte de eso, los únicos muebles eran una raída butaca junto a una mesita baja, un armario de roble de doble cuerpo, a la izquierda de la puerta, y, a la derecha, un escritorio pasado de moda con tapa levadiza enrollable. El teléfono estaba sujeto a la pared. No había cuadros o espejos, nada de efectos masculinos, ningún objeto trivial sobre la mesa o en el escritorio. Todo era funcional, usado, desprovisto de adornos. Era una habitación en la que un hombre podía sentirse a gusto.” (p. 195)