Paul Bowles
EL CIELO PROTECTOR
Barcelona, 1993, RBA.
“Había días en que apenas salía del sueño sentía el destino suspendido sobre su cabeza como una baja nube de lluvia. Eran días difíciles de vivir, no tanto por la sensación de desastre inminente del cual tenía entonces aguda conciencia, sino porque el buen funcionamiento de su sistema de presagios se alteraba totalmente. Si en días ordinarios se torcía un tobillo al salir de compras o se arañaba la tibia contra un mueble, era fácil concluir que la expedición de compras sería un fracaso por una razón o por otra, o que sería peligroso insistir. Por lo menos esos días distinguía un buen anuncio de uno malo. Pero los otros días eran traicioneros porque el sentimiento de fatalidad era tan fuerte que se convertía en una conciencia hostil que desde detrás o a su lado frustraba sus intentos de escapar a los signos nefastos y era demasiado capaz de tenderle trampas. Así, lo que a primera vista podía parecer una señal propicia, acaso no fuera más que una especie de cebo para atraerla hacia el peligro. Entonces el tobillo torcido podía pasarse por alto, pues le había ocurrido para impedirle salir cuando estallara la caldera de la calefacción y la casa se incendiara o alguien que deseaba evitar entrara a verla. Y en su vida personal, en sus relaciones con sus amigos, estas consideraciones alcanzaban proporciones monstruosas. Era capaz de pasarse la mañana entera sentada tratando de recordar los detalles de una breve escena o de una conversación para poder ensayar mentalmente todas las interpretaciones posibles de cada gesto o cada frase, de cada expresión facial o inflexión de la voz, y de sus posibles combinaciones. Dedicaba gran parte de su vida a establecer categorías de presagios. Y por eso no es de sorprender que cuando le resultaba imposible ejercer esa función por dudar de ella, su capacidad para hacer frente a las circunstancias de la vida diaria se reducía al mínimo. Era como si le acometiera una extraña parálisis. No tenía reacciones, perdía la personalidad, su mirada parecía obsesa.” (pp. 38-39)
EL CIELO PROTECTOR
Barcelona, 1993, RBA.
“Había días en que apenas salía del sueño sentía el destino suspendido sobre su cabeza como una baja nube de lluvia. Eran días difíciles de vivir, no tanto por la sensación de desastre inminente del cual tenía entonces aguda conciencia, sino porque el buen funcionamiento de su sistema de presagios se alteraba totalmente. Si en días ordinarios se torcía un tobillo al salir de compras o se arañaba la tibia contra un mueble, era fácil concluir que la expedición de compras sería un fracaso por una razón o por otra, o que sería peligroso insistir. Por lo menos esos días distinguía un buen anuncio de uno malo. Pero los otros días eran traicioneros porque el sentimiento de fatalidad era tan fuerte que se convertía en una conciencia hostil que desde detrás o a su lado frustraba sus intentos de escapar a los signos nefastos y era demasiado capaz de tenderle trampas. Así, lo que a primera vista podía parecer una señal propicia, acaso no fuera más que una especie de cebo para atraerla hacia el peligro. Entonces el tobillo torcido podía pasarse por alto, pues le había ocurrido para impedirle salir cuando estallara la caldera de la calefacción y la casa se incendiara o alguien que deseaba evitar entrara a verla. Y en su vida personal, en sus relaciones con sus amigos, estas consideraciones alcanzaban proporciones monstruosas. Era capaz de pasarse la mañana entera sentada tratando de recordar los detalles de una breve escena o de una conversación para poder ensayar mentalmente todas las interpretaciones posibles de cada gesto o cada frase, de cada expresión facial o inflexión de la voz, y de sus posibles combinaciones. Dedicaba gran parte de su vida a establecer categorías de presagios. Y por eso no es de sorprender que cuando le resultaba imposible ejercer esa función por dudar de ella, su capacidad para hacer frente a las circunstancias de la vida diaria se reducía al mínimo. Era como si le acometiera una extraña parálisis. No tenía reacciones, perdía la personalidad, su mirada parecía obsesa.” (pp. 38-39)