Wade Davis
EL RÍO: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (I)
Valencia, 2005, Pre-Textos.
“En 1928, los trabajadores bananeros se declararon en huelga. La fruta se moría en la mata, los trenes dejaron de pasar, y en el puerto de Santa Marta los cargueros que debían ir rumbo a Boston siguieron anclados y vacíos. Los trabajadores y sus familias acamparon en Ciénaga, esperando la firma del acuerdo final que pusiera fin a la huelga. Entre tanto la compañía y el ejército hicieron un acuerdo en Aracataca. A la mañana siguiente, en lugar del acuerdo, un general dirigió un ultimátum a los huelguistas. Antes de que pudieran sacar a los niños, incluso antes de que despertaran las ancianas, las ametralladoras retumbaron. Cadáveres y carteles se amontonaron en la plaza. El ejército y los matones de la compañía trabajaron toda la noche, limpiando la sangre, lanzando los cadáveres al mar. Al amanecer no había señales de vida, ni de muerte.
Los que sobrevivieron huyeron al sur, a Aracataca, donde los acorralaron, incluso a los heridos y a los niños. Ciento veinticinco fueron fusilados en el cementerio ante la mirada de un sacerdote. A sólo unas cuadras dormía un bebé. Cincuenta años después, Gabriel García Márquez convertiría a Aracataca en Macondo, el marco de Cien años de soledad, su novela de desesperación y esperanza, donde el viento dispersa la vida y las gentes se transforman en ángeles. Hoy no hay nada en Aracataca que recuerde su pasado y muy poco que sugiera lo que inspirara semejante novela. Palmeras y mangos cocidos por el sol, trochas que van a las plantaciones, niños de escuela en uniformes brillantes correteando aquí y allá.” (p. 42)
“Por la noche el viento se aleja de las costas de Panamá. Una o dos horas después del atardecer, cuando los relucientes cruceros que esperan en la boca del canal encienden sus toldas de fiesta, los pescadores del poblado de Veracruz arrastran sus pequeños botes a la playa y se hacen a la mar. Los que tienen pequeños motores desaparecen rápido en la oscuridad. Los otros tienen que remar, luchando contra la marea y evitándose unos a otros con largas y parejas paladas de los remos. Buscan el borde de una plataforma costera donde cae el fondo bajo del mar y suben las frías aguas del Pacífico llevando bancos de peces a la superficie. Los pescadores saben que están allí cuando ya no les llega el olor a tierra o no pueden distinguir entre las luces en el horizonte y las estrellas en el cielo.” (p.144)
EL RÍO: exploraciones y descubrimientos en la selva amazónica (I)
Valencia, 2005, Pre-Textos.
“En 1928, los trabajadores bananeros se declararon en huelga. La fruta se moría en la mata, los trenes dejaron de pasar, y en el puerto de Santa Marta los cargueros que debían ir rumbo a Boston siguieron anclados y vacíos. Los trabajadores y sus familias acamparon en Ciénaga, esperando la firma del acuerdo final que pusiera fin a la huelga. Entre tanto la compañía y el ejército hicieron un acuerdo en Aracataca. A la mañana siguiente, en lugar del acuerdo, un general dirigió un ultimátum a los huelguistas. Antes de que pudieran sacar a los niños, incluso antes de que despertaran las ancianas, las ametralladoras retumbaron. Cadáveres y carteles se amontonaron en la plaza. El ejército y los matones de la compañía trabajaron toda la noche, limpiando la sangre, lanzando los cadáveres al mar. Al amanecer no había señales de vida, ni de muerte.
Los que sobrevivieron huyeron al sur, a Aracataca, donde los acorralaron, incluso a los heridos y a los niños. Ciento veinticinco fueron fusilados en el cementerio ante la mirada de un sacerdote. A sólo unas cuadras dormía un bebé. Cincuenta años después, Gabriel García Márquez convertiría a Aracataca en Macondo, el marco de Cien años de soledad, su novela de desesperación y esperanza, donde el viento dispersa la vida y las gentes se transforman en ángeles. Hoy no hay nada en Aracataca que recuerde su pasado y muy poco que sugiera lo que inspirara semejante novela. Palmeras y mangos cocidos por el sol, trochas que van a las plantaciones, niños de escuela en uniformes brillantes correteando aquí y allá.” (p. 42)
“Por la noche el viento se aleja de las costas de Panamá. Una o dos horas después del atardecer, cuando los relucientes cruceros que esperan en la boca del canal encienden sus toldas de fiesta, los pescadores del poblado de Veracruz arrastran sus pequeños botes a la playa y se hacen a la mar. Los que tienen pequeños motores desaparecen rápido en la oscuridad. Los otros tienen que remar, luchando contra la marea y evitándose unos a otros con largas y parejas paladas de los remos. Buscan el borde de una plataforma costera donde cae el fondo bajo del mar y suben las frías aguas del Pacífico llevando bancos de peces a la superficie. Los pescadores saben que están allí cuando ya no les llega el olor a tierra o no pueden distinguir entre las luces en el horizonte y las estrellas en el cielo.” (p.144)