sábado, 7 de julio de 2018

Cixin Liu 
EL BOSQUE OSCURO (I) 
Barcelona, 2017, Ediciones B. 


“—Rong... —intentó explicarle—, yo antes pensaba que a los personajes de una novela los controlaba su creador, que eran lo que el autor quería que fuesen y que hacían aquello que el autor quería que hicieran, como nos pasa a nosotros con Dios. 
—¡Pues te equivocabas! —gritó ella mientras se ponía de pie y empezaba a ir de aquí para allá—. Y ahora te das cuenta de hasta qué punto. Esa es la diferencia entre un mero escribidor y un literato: el summum de la creación literaria es cuando los personajes de una novela tienen vida propia en la mente de su autor. Este no puede controlarlos ni predecir cómo van a actuar; solo puede seguirlos, fascinado, para observarlos y apuntar los más nimios detalles de sus vidas, como si fuera un voyeur. Así se escribe un clásico. —¡Al final resulta que la literatura es un arte para pervertidos! 
—Lo fue en el caso de Shakespeare, de Balzac y de Tolstói, como mínimo. Fue así como esos grandes genios crearon a todos aquellos inolvidables personajes que perduran en nuestra memoria colectiva. Sus mentes solo son capaces de crear imágenes fragmentadas, fetos sin desarrollar cuya corta vida es una sucesión de espasmos crípticos, vacíos de sentido, que luego barren y atan en un saco al que le ponen una etiqueta: que si posmoderno, que si deconstruccionista, que si simbolista, que si irracional...” (pp. 98-99) 

“—De verdad cree que el individuo desempeña un papel decisivo en la historia? 
—No me parece que se trate de una cuestión susceptible de ser probada o refutada; para eso tendríamos que retroceder en el tiempo, asesinar a unas cuantas figuras prominentes y esperar a ver qué ocurre. Lo que sí tengo claro es que no podemos descartar la posibilidad de que los cauces que trazaron las grandes figuras hayan determinado el curso de la historia. 
—Pero aún existe otra posibilidad: que esas grandes figuras de las que usted habla no fueran más que meros nadadores arrastrados por el torrente de la historia, que sus nombres pasarán a la posteridad porque en su día sentaron algún tipo de precedente digno de admiración y reconocimiento, sin haber afectado realmente su curso...” (pp. 112-113) 

“Abriéndose paso a través del temporal, Tyler recordó una frase de una nota de suicidio que había visto en la exposición, escrita por un piloto kamikaze para su madre: «Madre, voy a convertirme en luciérnaga.»” (p. 172)