Mark Twain
CARTAS DESDE LA TIERRA (I)
Madrid, 2006, Trama.
“Ambos Testamentos son interesantes, cada cual a su manera. El Antiguo nos muestra al Dios de esta gente tal y como era antes de que existiera la religión. da un retrato del Dios de este pueblo antes del inicio de la religión; el otro nos describe cómo fue después. El Antiguo Testamento se interesa sobre todo por la sangre y la sensualidad. El Nuevo por la Salvación... La Salvación por el fuego.
La primera vez que Dios descendió a la Tierra, trajo la vida y la muerte; cuando vino por segunda vez, trajo el infierno.
La vida no era un don valioso, pero la muerte sí. La vida era un sueño febril de alegrías amargadas con aflicciones, de goces envenenados con dolor. Una pesadilla nebulosa de placeres, éxtasis, exultaciones y alegrías espasmódicas y efímeras felicidades, aderezadas de sufrimientos, pesares, peligros, horrores, decepciones, derrotas, humillaciones y desdichas sin fin... la más angustiante maldición que pudiera imaginar el Ingenio divino. La muerte en cambio era dulce, benévola y amable; sanaba los espíritus doloridos y los corazones rotos concediéndoles la paz y el olvido. La muerte era la mejor amiga del hombre: cuando ya no podía soportar más la vida acudía a liberarle.
Con el tiempo, la Deidad cayó en la cuenta de que la muerte era un error; un error en tanto en cuanto era insuficiente, e insuficiente por la razón de que si bien era un agente formidable para infligir desdicha al sobreviviente, al muerto le permitía escapar a cualquier acoso ulterior a través del bendito refugio de la tumba. Y eso no le gustaba. Había que idear un modo de perseguir a los muertos más allá de la sepultura.
La Deidad meditó infructuosamente sobre esta cuestión durante cuatro mil años, pero tan pronto llegó a la Tierra y se convirtió en cristiano, la mente se le despejó y supo qué hacer: inventó el infierno y lo proclamó. (…) ¡Y lo cierto es que fue siendo Jesucristo cuando inventó el infierno y lo proclamó!” (CARTA X; pp. 82-83)