viernes, 30 de abril de 2021

Wade Davis
LOS GUARDIANES DE LA SABIDURÍA ANCESTRAL (III)
Madrid, 2020, Punto de Vista.

 

“Desde los tiempos de Colón, los pueblos de la Sierra han visto con horror cómo llegan forasteros que transgreden los preceptos de la Gran Madre talando unos bosques que ellos perciben como la piel y el tejido del cuerpo de la tierra, y luego levantan plantaciones de cultivos ajenos: banano, caña de azúcar, marihuana y nuevas plantas de coca para la producción ilícita de cocaína. Atraídos por el lucro del negocio de la cocaína y perseguidos por los militares, tanto guerrillas de izquierda como paramilitares de derecha han entrado a la Sierra y cercado a los indígenas. Para los Mayores, este peligro que llega desde abajo tiene eco en una amenaza que proviene de arriba. Las nieves perpetuas y los glaciares de la tierra han venido retrocediendo a un ritmo alarmante, transformando a su vez la ecología de la montaña. Quizá nosotros consideremos que se trata de dos asuntos completamente distintos. Pero para los Mayores las dos cosas están inextricablemente ligadas la una a la otra y a la necedad de nosotros, sus Hermanos menores, heraldos del fin del mundo.” (p. 149) 

[Davis se refiere a la Sierra Nevada de Santa Marta, en el norte de Colombia, y a los pueblos kogui, arhuacos (no confundir con los arahuacos) y wiwa, que se autodenominan Hermanos Mayores. Por contraste, llaman Hermanos Menores a los forasteros.]

“Aquellos europeos que el mar trajo a las playas de Australia en las postrimerías del siglo XVIII, carecían de la imaginación y de una lengua capaz de siquiera empezar a entender los profundos logros intelectuales y espirituales de los aborígenes. Vieron a unas gentes de vida sencilla, de modestos alcances tecnológicos, con unas caras raras y costumbres ininteligibles. Los aborígenes carecían de todos los indicadores de la civilización europea. No poseían herramientas metálicas, no tenían noción alguna de la escritura, no sabían nada del cultivo de semillas. Así, sin agricultura ni animales de cría, no generaban ningún excedente y por tanto jamás llegaron a tener una vida de aldea sedentaria. Las jerarquías y la especialización les eran totalmente desconocidas. Sus pequeñas bandas seminómadas, habitando en refugios temporales hechos de palos y juncos, con apenas armas de piedra, constituían para los europeos el epítome del atraso. Para los británicos, de manera muy particular, era inconcebible que un pueblo optara por tal forma de vida. El progreso y las mejoras graduales con el paso del tiempo eran el sello distintivo de la época, la esencia del espíritu y los valores victorianos. A ojos de los europeos tales aborígenes eran la personificación del estado salvaje. Uno de los primeros exploradores franceses los describió como «el pueblo más mísero del mundo, los seres humanos que más se acercan a la bestia».
  «Poco mejores que perros», rememora el reverendo William Yates en 1835, «y no se haría más daño pegándoles un tiro que el que se hace al pegarle un tiro a un perro que nos ladra». En un intento por racionalizar el recurso fácil al látigo, uno de los primeros colonos anotó: «Debe recordarse que el nativo tiene una piel de cuero, y no pellejo como los seres humanos normales». Una vez muertos a bala, los cuerpos de los aborígenes eran usados como espantapájaros y podían verse sus cadáveres inertes colgando de las ramas de los árboles. «Su fatal destino», escribía Anthony Trollope en 1870, «es ser exterminados, entre más rápido, mejor». Tan solo en 1902, hace apenas 100 años, un político elegido en las urnas, King O'Malley, se puso de pie en el Parlamento australiano para declarar: «No hay evidencia científica alguna de que el aborigen sea un ser humano».

   Por orden estipulada mediante una ley llamada Native Administration Act de 1936, ningún aborigen en el territorio de Australia Occidental podía desplazarse sin permiso del estado. A ningún padre o madre aborigen se le podía autorizar la custodia legal de un crío. Los aborígenes podían ser destinados a reservas e instituciones con esa función o desterrados de pueblos y ciudades. El gobierno tenía la última palabra sobre la legitimidad y la legalidad de cualquier matrimonio. Apenas en la década de 1960, un texto escolar titulado A Treasury of Australian Fauna (Tesoro de la fauna australiana), incluía aborígenes entre los animales más interesantes del país.” (pp. 153-155)