Juan Benet
VOLVERÁS A REGIÓN
Barcelona, 1974, Destino.
“Porque si la tierra es dura y el paisaje es agreste es
porque el clima es recio: un invierno tenaz que se prolonga cada año durante
ocho meses y que sólo en la primera quincena de junio levanta la mano del
castigo no tanto para conceder un momento de alivio a la víctima como para
hacerle comprender la inminencia del nuevo azote. A primeros de octubre
comienzan las lluvias hasta que una mañana soleada y fría –entre San Bruno y
Todos los Santos–, tras unos días cerrados de lluvia y niebla, la sierra
aparece cubierta de blanco. Si el año es húmedo los temporales de nieve
acostumbran a menudear pasada la Navidad con tanta frecuencia que rara es la
nieve que –entre enero y abril– no cae sobre el hielo dejado por la anterior.
En la montaña y en el páramo los síntomas de vida se reducen en esa época a las
huellas de un zorro, de un rebeco o de un lobo, el itinerario de un paisano
–denunciado por las señales de fuego– que ha buscado durante largas semanas el
rastro de una novilla perdida. Pero si el año es seco hacia el día de San Bruno
empieza a caer la temperatura por debajo de cero; no hay otro termómetro que el
espesor de la capa de hielo, la profundidad de la helada en la tierra, en las
raíces y en la roca, la fuerza expansiva del agua intersticial que al
congelarse fragmenta y revienta los lisos de cuarcita; todo el páramo se
convierte en una inmensa nevera, los cadáveres de los perros que mueren en
diciembre no se descomponen hasta el mes de mayo, cuando la primera floración
viene a coincidir con un hedor tan extenso e insoportable que, sin duda, ha
inducido a la imaginación popular a relacionar el color de la bromelia y la
amapola con la sangre y las vísceras de los difuntos invernales. En las laderas
que miran hacia el norte, a lo largo de muchos valles –los más frecuentes– que
corren en dirección ortogonal a la carrera del sol sus rayos no entran ni tocan
la tierra durante cuarenta o cincuenta días y las heladas se suceden e
incrementan en profundidad lo mismo que la nieve en altura. Por lo general
enero y febrero acostumbran a ser los meses más crueles, en los que –por muy
benigno que venga el año– no es fácil que amanezca un solo día grato. Luego
vienen los ventones de marzo; tampoco hay anemómetros en la comarca, no existen
otros testigos ni registros de la fuerza del viento que esa flora de aspecto austral,
de formas peladas y atormentadas por el continuo azote, esos robles desequilibrados
y descarnados que sirven de percha al muérdago, cuyas ramas sólo han crecido
por la cara que mira al sur, opuesta al soplo dominante, y que parecen
alucinadas de su propia condición; y las dunas detríticas en torno a los
anfiteatros de los farallones quebrantados por esa intemperie atroz. En los
años de nieve la ventisca de marzo es más temible que la propia tempestad.
Cuando a la caída de la tarde se levanta una ligera brisa marcina, a duras
penas capaz de sacudir la nieve de las ramas y las cornisas, el horizonte
parece esconderse tras una pálida neblina que –en los días despejados– en menos
de una hora ha cubierto la Sierra con un aparente telón de nubes; el paisano de
la vega o el pastor del páramo saben entonces a qué atenerse: cierra todas las
ventanas y las contras, retira el ganado de las cubiertas inseguras, recoge
todo el grano y la leña que cabe en el interior y, frente a las puertas que
miran al septentrión, apoyados en el suelo y en la pared a modo de tornapuntas,
coloca cuantos tablones y rollizos tiene a su alcance a fin de formar un
jabalcón que le permita salir al exterior bajo un túnel de hielo, cuando amaine
el ventón; con la ventisca –en contraste con la nevada– la temperatura baja
mucho; el tiempo, el sol, el día y la noche desaparecen bajo un torbellino
opalescente de hielo en polvo que gira y sopla en todas direcciones y no conoce
obstáculo, alterando y deshaciendo a su antojo esa distribución superficial e
igualitaria de la nevada. Nadie es capaz de saber por dónde soplará, qué es lo
que va a mover porque no parece obedecer más que a los designios destructivos
de un Boreas enemigo que sabe introducirse por las rendijas, soplar por un portillo,
crear un remolino y un vacío para barrer una era y colocar sobre la cubierta de
un corralón dos metros de nieve, sepultando animales, carros y personas; o
sesgado, para concentrar toda la carga a un solo lado de una tapia y hundirla
en toda su longitud; o frontal, para acumular frente a una puerta toda la nieve
recogida en diez leguas de páramo y arrasar la vivienda bajo un alud que tiene
el don de la oportunidad para elegir los momentos de parto, las cubiertas
recién retejadas, el ganado adquirido una semana antes de la feria. Es el
viento de marzo el verdadero diseñador de esa arquitectura paisana de cubiertas
pinas y lisas, de muros ataluzados y pequeños y altos huecos, como puestos de
vigilancia de unos baluartes rudimentarios que sólo conocen la tregua durante los
sedientos meses del verano.” (pp. 43-46)